Opinión

Ética y urbanismo

La apertura a la realidad, la aproximación abierta y franca a las condiciones objetivas de cada situación, y la apertura a la experiencia, son componentes esenciales, actitudes básicas del talante ético desde el que deben construirse las políticas públicas. En ellas se funda la disposición permanente de corregir  y rectificar lo que la realidad y la experiencia nos muestren como desviaciones de los objetivos propuestos o, más en el fondo, de las finalidades que hemos asignado a la acción política. Y, en materia urbanística, ahí está todo un elenco de problemas enraizados en consideraciones éticas y políticas que, en ocasiones, ponen en peligro nada menos que el cumplimiento de lo dispuesto en los artículos 33, 45 y 47 de la Constitución, tales como la recalificación de suelos, el diseño de los impactos ambientales o la suspensión y modificación de planes, por ejemplo.
 Pensar la complejidad de la realidad y acercarse a ella desde el supuesto de la propia limitación, al tiempo que acaba con todo dogmatismo, rompe también cualquier tipo de prepotencia, en el análisis o en el dictamen de soluciones, a la que el político pueda verse tentado. El planificador del territorio ha de tener claro que no es infalible, que sus opiniones, sus valoraciones están siempre mediatizadas por la información de que parte, que es siempre limitada, necesariamente incompleta. Y, en nuestra materia, no se debe olvidar que el plan, por sí mismo, no tiene efectos taumatúrgicos, sino que debe confeccionarse a partir de la participación y de las aportaciones que, procediendo de la vitalidad de la realidad, enriquecen la propia norma administrativa y respeten el núcleo esencial del derecho de propiedad. Y, en última instancia, no se puede olvidar que el plan es un instrumento al servicio de la persona, de su calidad de vida.
El equilibrio entre derecho de propiedad e interés general debe conjugarse, no sin cierto temple, al servicio de una vivienda digna y adecuada para todos los españoles en un marco de digna calidad de vida, y teniendo bien presente que deben evitarse, tanto las concepciones fundamentalistas del interés general, como las aproximaciones liberales extremas que expulsan de las reglas del juego al propio interés público. Pensar, como ocurre y ha ocurrido en el pasado, que el problema del urbanismo se soluciona únicamente con más dinero y más funcionarios es una simpleza porque, fundamentalmente, el problema del urbanismo se circunscribe, según las versiones más intervencionistas, en función del grado e intensidad de la presencia pública, bien en normas jurídicas, bien en funcionarios.
La función social de la propiedad, por tanto, pesa lo suyo sobre la concepción de la propiedad inmobiliaria y justifica que, como dice el artículo 47 CE, la comunidad partícipe en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
No obstante, afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad. Por eso, los derechos ciudadanos, y el derecho de propiedad es uno de los más importantes, no son absolutos, porque existen valores superiores que ordinariamente aparecen representados por el denominado interés público que, en el caso que nos ocupa, como dispone solemnemente la Constitución de 1978 en su artículo 33.2, se centra en la “función social (...) que delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes”. Por ello, me parece atinado comentar esta condición limitada, tanto de los derechos fundamentales, como del interés general en su perspectiva constitucional.

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