Opinión

¿Sirve para algo una campaña electoral?

Hace más de medio siglo años, J.T.Klapper, en un clásico estudio sobre el particular, nos enseñó que las campañas de propaganda electoral sirven esencialmente como factor de refuerzo para los que están más o menos decantados hacia una opción concreta y que, por lo tanto, la propaganda actúa, en este sentido, más como factor de refuerzo que como desencadenante de opiniones nuevas. Y, lo que es evidente, no pocas veces, deciden precisamente los indecisos. También advirtió del riesgo de utilizar como reclamos la figura de los llamados "líderes de opinión"(artistas, deportistas, intelectuales) en apoyo de una u otra opción. Cuando los ciudadanos se sienten manipulados, el efecto puede ser el contrario. Lo cierto es que hemos asistido y estamos asistiendo a una de las campañas más romas, dialécticamente violentas, ramplonas y falta de ideas y propuestas concretas por parte de los diversos partidos litigantes. Destaca precisamente por la repetición de tópicos, a cuyo servicio se han puesto los modernos recursos de la comunicación. ¿Por qué entonces el marketing electoral persevera en el mismo ritual cada nueva convocatoria y se repiten los mecanismos? Pues, sencillamente, porque es preciso preparar el ambiente y crear una catarsis progresiva que estimule la participación electoral y, después, permita el contraste de los programas e incluso la confrontación de los candidatos en la prensa y en la televisión, que es lo que realmente importa.
Mucho antes de que se convoquen las elecciones, los aparatos logísticos de los partidos elaboran todo un arsenal de recursos electorales. Además de los programas (que, como confesaba el profesor Tierno Galván, no siempre se redactan para ser cumplidos, sino para ser "vendidos"), el panel de los equipos de apoyo a los candidatos se dota de manuales, libros del agente electoral, prontuarios y fichas precocinadas para afrontar el ceremonial de la contienda. Esos discursos, que tan espontáneamente parecen dirigirnos los candidatos, han sido escritos semanas atrás a partir de un esquema de ideas básicas que aporta el partido y que los redactores enriquecen y desarrollan con anécdotas, chascarrillos y recursos de efecto que habrán de provocar la esperada y calculada reacción del público. Y sobre la marcha se van incorporando la propia munición que proporcionan los actos del enemigo, ahora plenamente entendido como tal y no mero adversario. En una de las últimas campañas en las que participó Pedro Sánchez repetía una misma historia inventada con el mismo argumento de una madre que le contara los problemas de empleo de su hija, la misma, pero en sitio diferente, a veces usaba el mismo nombre y otras lo cambiaba. Circuló mucho en las redes.
El mitin electoral sigue aparentando ser una llamada a nuevos votantes en lugar de lo que realmente es, tanto aquí, como en los Estados Unidos: una gran reunión de convencidos. Pero los americanos, en este sentido, son más sinceros. Sus mítines son grandes fiestas con globos de colores y majorettes a las que acuden los ciudadanos que, de antemano, apoyan a este o aquel partido.  Los cambios de criterio de los electores conscientes no se producen como consecuencia de repentinas conversiones o milagrosos efectos de la propaganda electoral. Responden a análisis y decisiones más profundas, gestadas durante más largos periodos de tiempo. La propaganda electoral, en todo caso refuerza, pero no convence a quienes no lo están. 
Las elecciones, todas las elecciones, tienen un aspecto humano en el que no siempre reparamos. En Italia los llaman los “expectantes”. Son aquella serie de personas cuya estabilidad laboral, personal y hasta familiar depende del resultado. Para nosotros son simplemente las clientelas de los partidos; de todos los partidos. Es una de las miserias de la política. Ahora mismo, en España se cuentan por miles. Lamentablemente, estas clientelas nutren gran parte del aparato de todas las administraciones y, cuando no consiguen asentarse -que con frecuencia lo consiguen por vías espurias-, su suerte queda ligada a que los suyos repitan. Asesores, secretarias, directores, puestos de confianza y designación están al albur de la suerte que las urnas deparen a los jefes de filas. Y una tropa semejante espera en sus cuarteles para lanzarse sobre las posiciones anheladas, caso de que éstas sean desalojadas. El problema no es que este fenómeno ocurra, que hasta cierto punto y grado es normal. Lo peligroso es que estas sinecuras no se limitan a los puestos de gestión política de la administración, sino que las clientelas de los partidos, en aquellos ámbitos donde gobiernen y del color que sean, han crecido de forma tan llamativa, que se han profesionalizado hasta niveles insoportables. Y no es bueno para la democracia. Estos días, muchos de los que esperan que si ganan los suyos les caiga o recuperen alguna sinecura escriben sin rubor donde les publican contenidos que sencillamente dan vergüenza. Lo dijo Duverger: el triunfo electoral consiste en la conquista de un botín. “Y el botín se reparte con los amigos”.

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