Opinión

La exhumación de José Antonio cierra capítulo de la historia reciente

Ahora que, además con el acuerdo de la familia, se ha procedido a exhumar de Cuelgamuros los restos del fundador de la Falange José Antonio Primo de Rivera, en cumplimiento de la llamada “Ley de la Memoria Democrática” (siguiendo como estaba programado al levantamiento de los restos del general Queipo de Llano de la iglesia de la Macarena de Sevilla) se vuelve a recordar su figura desde diversas perspectivas y enfoques, unos históricos y otros más o menos emocionales. Hace años, precisamente para poner fin a la mitificación del personaje, el catedrático de la Universidad Complutense y decano de los cronistas de Madrid Enrique de Aguinaga quiso reunir a historiadores de todas las tendencias en un congreso científico sobre el que el franquismo bautizó como “El ausente”, pero no se estimó oportuno. No hubo congreso, pero si un libro que analizó a Primo de Rivera desde dos posiciones; es decir, dos autores. Uno de ellos era el propio Enrique de Aguinaga y otro el historiador e hispanista Stanley G. Payne. Entre ambos, con mayor rigor centran desde divergentes análisis quien era Primo de Rivera y cómo el franquismo usó su figura con diversas gradaciones.
No deja de ser curioso que quien en su día se manifestó contrario a que José Antonio reposara, como luego se vería, con Franco fue el dirigente socialista Indalecio Prieto.  Hay un episodio curioso, el 3 de junio de 1934, José Antonio se acercó a Prieto para estrecharle cordialmente la mano, cuando éste se opuso a que le fuera levantada la inmunidad parlamentaria por el mismo caso que concernía a un diputado socialista en el Congreso de los Diputados. En su libro “Convulsiones de España”, Prieto escribe con ocasión del traslado de los sus restos desde El Escorial, donde fuera inhumado al acabar la guerra civil, al Valle de los Caídos el 30 de marzo de 1959: “Era un hombre de corazón, al contrario de quien será su compañero de túmulo en Cuelgamuros. José Antonio ha sido condenado a una compañía deshonrosa, que ciertamente no merece, en el Valle de los Caídos. Se le deshonra asociándole a ferocidades y corrupciones ajenas”. 
El profesor Aguinaga que, es, entro otros, uno de quienes con más empeño a estudiado a José Antonio, ha escrito sobre un curioso episodio ocurrido al final del juicio en Alicante, en que Primo de Rivera fue condenado a muerte, tras su inútil defensa. Presidía el tribunal el magistrado Eduardo Iglesias del Portal, a quien José Antonio conocía de antes. Tras la lectura de la sentencia, Primo de Rivera subió al estrado y abrazo al presidente del tribunal. Explicaba Aguinaga que el abrazo habría quedado oculto para siempre en la intimidad del sumario, si no hubiera sobrevenido el testimonio irrecusable de las hijas de Iglesias Portal que, con fecha 30 de enero de 1955, desde México, escribieron a Miguel Primo de Rivera, entonces Embajador de España en Londres. En la carta le dicen: “Aunque personalmente no tenemos el gusto de conocerle, nos atrevemos a dirigir esta para que atienda a nuestra suplica. Nosotras somos hijas del magistrado del Supremo que, como Vuestra Excelencia bien sabe, por desgraciadas circunstancias, estuvo presente y formo parte del tribunal en el que fue juzgado vuestro hermano José Antonio, q.e.p.d. Si su excelencia estuvo presente en el juicio, recordará que, al terminarse y comunicarle la sentencia, su hermano subió al estrado y abrazó a nuestro padre y le dijo que sentía el mal rato que por su causa estaba pasando, pues no sé si sabrá que mi padre y él eran buenos amigos”.
La familia de José Antonio aceptó interceder a favor del magistrado y lograron su regreso a España sin ser perseguido, para acabar su vida tranquilamente en 1969 en Aguilar de la Frontera. La primera noticia oficial de aquellos hechos no trascendió hasta 1981, en el programa “La Clave” de TVE, en el que José Luis Sáenz de Heredia leyó la carta de las hijas de Iglesias. “Se comprende –escribe Sáenz de Heredia – que quien es capaz de pensar, en ese trance, en el mal rato que está pasando uno de los que le condenaban; que le comprende, le perdona y le abraza, tiene que estar nimbado por un halo sobrenatural y trascendente, visible y penetrante hasta para aquellos que entraron predispuestos y salieron confusos”. Terminaba diciendo Aguinaga que “Frente a la falacia de quienes, a diario, flamean la reconciliación nacional y se obsesionan sañudamente en la condena de lo reconciliable, el abrazo de José Antonio es el primer monumento de la reconciliación de España”. Al devolver sus restos a su familia para que sean inhumados conforme la voluntad de la misma se cierra sin duda otro capítulo de la historia. 

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