Opinión

La 'vía portuguesa', tan difícil con Pablo Iglesias

Una 'vía portuguesa', es decir, un acuerdo entre los partidos de izquierda, pero no formando una coalición, sino compartiendo apenas un programa de actuaciones, es ahora la meta deseada por Pedro Sánchez: convencer a Unidas Podemos para que renuncie a ocupar ministerios en el Gobierno del PSOE y que vote 'sí' en la investidura de Sánchez en septiembre, a cambio de pensar juntos en qué hacer a lo largo de la Legislatura. Pero, insisto, con los socialistas gobernando en solitario. Temo que Sánchez lo tiene difícil. Al menos, mientras Pablo Iglesias siga liderando la formación morada y él, Sánchez, siga comportándose con la veleidad con que lo hace.
Cuando viajé por primera vez a Portugal, abril 1974, como enviado especial a la 'revolución de los claveles', en España se practicaba un irracional menosprecio al país vecino. La conquista de la democracia antes que en nuestro país, las flores en las bocachas de los fusiles, una revolución prácticamente incruenta inicialmente propiciada por un personaje, el general Spínola, como salido de un libro de Wodehouse y, sobre todo, un impecable comportamiento ciudadano, sirvieron para que no pocos españoles comenzasen, de pronto, a sentirse interesados por lo que ocurría en la nación situada a nuestra izquierda en el mapa. Comenzaba una especie de 'lusofonización' de muchos españoles.
Hoy volvemos a estar absortos, tras haberlo ignorado durante dos años, ante el proceso político portugués. Pero no copiamos, porque no se pudo, lo del 25 de abril y quizá ahora tampoco logremos una estabilidad de gobierno 'a la portuguesa'. Porque ni ambos países son semejantes -'Portugal, tan cerca y tan lejano..'- ni las circunstancias de uno y otro pueden paragonarse. Ni los personajes, claro.
Llevo cuarenta y cinco años sintiendo una irrefrenable atracción por Portugal. Allí, las cosas son diferentes; los toros van embolados y las gentes bañan su carácter en aguas oceánicas. A Spínola, cuando traicionó la revolución que había acaudillado, le perdonaron y le nombraron almirante. Caetano, que fue el último dictador, heredero directo de Salazar, murió olvidado, pacíficamente, en el exilio brasileño. A Marcelo Rebelo de Sousa, el hoy presidente luso, le conocí en Lisboa, como a Mario Soares o a varios 'capitanes del Movimiento de las Fuerzas Armadas', cuando él era la estrella del semanario Expresso, propiedad de Pinto Balsemao, un amigo del Príncipe Juan Carlos de Borbón: fue Rebelo quien primero le habló al entonces inexperto enviado especial español de la sabiduría de un país que siempre se quiso alejado de conflictos.
Hoy, el socialista Antonio Costa gobierna en solitario apoyado por el Partido Comunista, el último en su especie que en Europa se permite seguir llamándose estalinista, y por el Bloque de Izquierda, que suscribió hace un año un acuerdo con la Francia Insumisa de Melenchon y con Podemos. Pero el Bloque ni ha dado los bandazos de sus correligionarios españoles ni su portavoz, Catarina Martins, es precisamente el incontinente Iglesias. Ni, por cierto, tampoco el 'duro' trabajador metalúrgico que es secretario general del PCP, Jerónimo de Sousa, tiene demasiado que ver, estalinista o no, con la frivolidad que por estos pagos se gastan ahora sus correligionarios directos. Ni tampoco, claro, la derecha que representó Passos Coelho, antecesor de Antonio Costa en la jefatura del Gobierno, ofrece los espectáculos de lucha cainita por la primogenitura que ha venido definiendo a los conservadores españoles en los últimos tiempos.
Portugal es un país donde no hay intentos separatistas. Ni partidos que quieren romper el sistema. El apoyo al gobierno de Costa es leal y probablemente se traduzca en una continuación de esta alianza, a la que se llamó con humor 'jerigonza' (algo así como chapuza en la versión lusa) tras las elecciones del próximo octubre. O sea, estabilidad. Son, pues, bastantes las diferencias. La 'política testicular', el 'aquí las cosa se hacen por mis santos h...' , simplemente serían impensables en Portugal, donde ni ha dejado de haber corrupción -nunca en la medida de la española_ ni algunas figuras políticas algo esperpénticas -jamás hasta el grado que aquí hemos conocido; pero donde la cordura y una buena dosis de sentido común han dominado casi siempre la acción de los representantes 'do povo'.
Me dijo un día Adolfo Suárez, y yo creo que lo decía en serio, que su ideal hubiese sido unir España y Portugal (cosa difícil dados los recelos mutuos), colocar la capital en Lisboa y comenzar una nueva andadura como segunda o tercera potencia en Europa. Una utopía, desde luego, aunque a muchos de sus interlocutores en aquellos momentos nos pareciese una idea atractiva.
Pero lo cierto es, aunque geográficamente Portugal se haya empequeñecido -llegó a fabricarse a niveles oficiales un mapa 'fake' de país único que englobaba a Portugal y las colonias africanas-, moralmente no ha hecho más que agrandarse, y así llevan ya casi medio siglo. Se comprende esa cierta saudade que sentimos quienes hemos conocido bien Portugal cuando pensamos en los prados alentejanos, en los mares abiertos de Sines, en el verdor del Buçaco, en el tranquilo litoral del Algarve o en el melancólico norte de piedras llovidas. Es una nostalgia también moral. ¿Cómo va a ser posible aquí calcar una 'jerigonza'  con Pablo Iglesias, con Pablo Echenique... o con el propio Pedro Sánchez, que ahora tanto necesita un acuerdo, lo que sea, para seguir en La Moncloa durante cuatro años más? Puede que llegue a hacerse, aunque yo no lo crea, pero, si no se hace bien, será eso, una 'jerigonza'. Una chapuza, vamos.

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