Opinión

El mejor homenaje a la Constitución: hacer cambios

Pues claro que respeto nuestra Constitución, la más duradera y estable de nuestra Historia, la que ha amparado un régimen de libertades y democracia, la que votamos mayoritariamente, quienes entonces podíamos hacerlo, cuarenta años ha. Y esa es la clave: un muy importante porcentaje de españoles no votaron esta Constitución y buena parte de ese porcentaje la desconoce o la conoce de forma muy superficial, en sus fallos --que los hay-- y en sus posibilidades de desarrollo, que también las hay, y muchas. Por eso digo que hay que adaptar nuestra Ley Fundamental a las nuevas realidades surgidas a lo largo de cuatro décadas: políticas, económicas, sociales, tecnológicas... y demográficas. En suma: hay que hacer comprensible nuestra Constitución democrática a los hijos de una nueva era, a todos los que entonces o no existían o no tenían la edad suficiente como para aprobarla en aquella consulta popular que tanta alegría nos proporcionó a tantos aquel 5 de diciembre de 1978.
Me resulta difícil entender los argumentos de algunos de nuestros representantes que dicen que no hace falta reformar la Carta Magna, o las razones de quienes, impulsados en el fondo por la misma pereza y los mismos temores, se escapan arguyendo que no hay consenso acerca de las materias, artículos y hasta títulos reformables. Pues claro que nuestros políticos, nuestros juristas, nuestras instituciones como el Consejo de Estado, que doctores tienen esas iglesias, saben perfectamente lo que hay que cambiar, actualizar, añadir, suprimir. Basta de argucias y de hacer buena aquella frase, tan clarividente, de Pompidou: "la pereza es un elemento motor de la Humanidad". Fuera galvanas, vagancias y temores.
Porque, si no actualizamos nuestra Constitución, si continuamos marginando de su espíritu a nuevas hornadas de españoles que piensan diferente económica, ética, estética y territorialmente, corremos el peligro de que este arquitrabe para nuestra unión se resquebraje, junto con el conjunto del Estado. Nunca ha habido mayores peligros para un desmoronamiento de tantos valores que sustentan nuestra democracia como ahora: embarquémonos en la ilusión de una tarea, la segunda transición, que complemente aquella primera, iniciada por una clase política que supo sacrificar sus intereses en aras de los del Estado, de España. ¿No seremos capaces ahora de repetir aquella gesta? ¿Somos peores que entonces?

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