Opinión

La Jefatura del Estado no es una broma

Llega la hora del Rey. Dentro de pocos días --cuando tenga la notificación de las Cortes acerca de quiénes van a ser sus interlocutores--, el jefe del Estado recibirá a los líderes con representación parlamentaria para iniciar las consultas que lleven a una esperemos que pronta investidura de Pedro Sánchez como jefe del Gobierno. Digo que confío en que será un proceso rápido porque si recordamos lo ocurrido en los primeros meses de 2016, cuando se abrió una crisis política que aún se mantiene, pienso que muy pocos serían quienes deseasen una repetición de aquellas jornadas azarosas. La verdad es que las cosas no han comenzado de manera muy alentadora cuando se ha llegado hasta a sugerir que Felipe VI deberá recibir, en representación de una de las fuerzas independentistas, a un preso por presunta sedición --cuando menos-- contra el Estado y cuando el otro partido secesionista anunció que no acudirá a La Zarzuela porque no reconoce la legitimidad del Rey.
Son muchos, demasiados, los quebraderos de cabeza a los que se somete a la Jefatura del Estado, que debemos recordar que es la institución más importante de la nación, y que jamás debe ser tomada a broma. Que precisamente en estos momentos llegue un anuncio procedente del mal llamado Rey emérito, Juan Carlos I, diciendo a su hijo que se retira de toda actividad institucional no puede considerarse como un factor de normalidad, sino como una alteración más del sosiego y de la cotidianeidad que deberían rodear en todo momento a la Jefatura del Estado. Que, en muy otro plano, los nuevos dirigentes de la Cámara de Comercio de Barcelona, que quieren dejar muy clara su lealtad a la "República de Catalunya" traten de fomentar que las empresas declaren `indigno` al Rey, me parece una pirueta absurda, pero no por ello menos peligrosa: jugar con la institución que vertebra un Estado, para debilitar a la Institución y al Estado, acarreará consecuencias lamentables cuando menos para la economía catalana y, de paso, para la de todos los demás españoles.
Con la Jefatura del estado no se juega para equlibrios partidarios ni en virtud de convicciones nacionalistas o republicanas. Me parece perfectamente legítimo proclamarse republicano y esgrimir, si se quiere, la bandera tricolor; faltaría más: siempre he admirado la frase de Voltaire "yo, que aborrezco sus ideas, daría la vida para que usted pueda defenderlas libremente". Pero lo chocante comienza cuando uno de los máximos exponentes de ese republicanismo, Pablo Iglesias, trata a toda costa de convertirse en ministro --"aunque sea modesto"-- en el Gobierno que formará alguien que, como Pedro Sánchez, ha prometido solemnemente lealtad a una Constitución que es obviamente monárquica.
Que no digo yo que no se pueda cambiar, si se tienen las mayorías suficientes, esa Constitución. Lo único que digo es que, hoy por hoy, la forma del Estado que nos dimos en 1978 es la que hay y la que ha garantizado la estabilidad de la nación en un grado desconocido hasta entonces. Pero no pueden ser ni aventuras, ni ocurrencias de unos u otros, ni cabreos --de unos u otros--, ni fanatismos, ni partidismos, los que den al traste con la construcción de este país en unos momentos en los que se podría esperar la puesta en marcha de nuevos afanes regeneracionistas. Y me extraña que los partidos que se dicen constitucionalistas, absortos como están en sus políticas de alianzas, en sus juegos de poder, en sus ambiciones particulares, no hayan entendido la importancia que ahora tiene defender la figura de un Rey --a mi juicio, uno de los mejores que tenido jamás España-- que es la figura más prestigiosa del país y que ahora está siendo acosado incluso desde flancos que hace dos días hubiesen resultado impensables. ¿Quién defiende aquí al jefe del Estado?

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