Opinión

Charles, Carlos, Carlo... menudo sábado-sabadete

Dicen que la felicidad te llega cuando sabes conformarte con no ser el niño en el bautizo, el novio en la boda y el muerto en el entierro. Cuando te convences de que no eres necesariamente el 'prota' en todos los acontecimientos, de que eres un simple espectador de lo que otros, los héroes de las multitudes, hacen. Y este sábado fue un buen momento para reflexionar hasta qué punto somos carne de televisor, huéspedes de sofá y esclavos de la cerveza y las palomitas. Fue, sin pretensiones de pasar por crítico televisivo, una gran jornada de espectáculos difícilmente repetibles, en los que uno de tres Carlos en juego podía helarte el corazón... o acelerártelo.

Le confieso a usted, en primer lugar, que no soy muy de ceremonias de cuentos de Andersen, con testas soportando coronas con no sé cuántos miles de diamantes, carrozas tiradas por briosos corceles, capas de armiño y todas esas cosas, pero entiendo que la coronación de alguien como Charles III, casi 74 años, tan polémico, es de esos acontecimientos que te hacen reflexionar sobre la continuidad o el ocaso de una forma de concebir el mundo. Un mundo al que los simples mortales, que intuimos que las procesiones se mueven, en realidad, por dentro, somos tan ajenos. Pero eran fastos que había que ver, y allí me planté para confirmar lo que se anticipaba como un espectáculo sin sorpresas, sabiendo que acaso un millar de millones de gentes de todo el mundo estaba, en aquellos momentos, haciendo lo mismo que yo: mirones que saben que nunca estarán al otro lado. Y cuyo papel pasa apenas por hacerse preguntas de futuro. Por ejemplo, ¿cuál es el futuro de Charles?

Y de la mañana de las carrozas reales, a la tarde de otro Carlos, un tenista que acaba de cumplir veinte años y que no tiene dudas sobre su futuro. A todo el mundo le cae bien un chaval que lo gana todo con la seguridad de que su única misión en esta vida es vencer en lo suyo, y no hacer titulares con frases sesudas. No sé si a Charles le veremos mucho en los próximos tiempos –el de este sábado fue su cuarto de hora de máximo protagonismo, solo repetible en sus exequias, quizá–. Pero sí tengo la certeza de que quienes amamos el tenis seguiremos sorprendiéndonos largo tiempo ante la magia de 'Carlitos' Alcaraz en las canchas.

Y, claro, de ahí, ya en la noche, a la gesta de otro Carlo, Ancelotti, el 'míster' de un equipo mítico que, a veces, deja de serlo (mítico, no míster). Tuvo que moverse mucho Felipe VI para ir del Londres de Charles a la Sevilla donde 'reinaba', es un decir, Carlo, cuyo equipo jugaba la final de una Copa, la del Rey, cuya presencia en el campo sevillano frente al Osasuna estaba obligada, por mucho fasto británico al que también hubiera de asistir. De los palacios a las gradas. Y, para un periodista-mirón, preso de la actualidad, que un equipo simpático y hasta ahora relativamente modesto, como el Osasuna, estuviese allí, compitiendo con el 'grande de los grandes' (bueno, insisto, a veces) por ganar la Copa que lleve el nombre de un jefe del Estado cuyos colores no son, dicen, ni los de un equipo ni el otro, resultaba un final de jornada emocionante. Y también fue ocasión, por cierto, para preguntarse por el futuro de Carlo, casi 64, que dice tenerlo asegurado porque tiene contrato hasta 2024 (y eso, ¿es el futuro?).

Así que entre Carlitos, Carlos y Charles anduvo el juego, el de tronos y los deportivos, en una jornada en la que, ya digo, muchos, muchos, nos hermanamos en el anonimato que implica ser un mero, simple, espectador, cuya grandeza consiste apenas en saber que, sin nosotros, los 'protas' se quedarían sin espectáculo que acaparar, e incluyo, entre los de menor género, los mítines electorales. Y menos mal, oiga, que este sábado no retransmitían el último capítulo de 'Sálvame', porque el histórico día hubiese necesitado más de 24 horas para albergar tanta expectación ante esa tirana que, pese a todo, sigue siendo la pequeña pantalla.

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