Opinión

Hoja de ruta hacia la nueva anormalidad

Tras siete semanas de un estado de excepción encubierto bajo el decreto de estado de alarma, el balance de la gestión política de la crisis no puede comenzar más que con el lamento de que el Gobierno no haya sabido estar a la altura de la nación, de sus gentes y de su ejemplar respuesta ante la adversidad y la dificultad. 

Al contrario que la ciudadanía, el Gobierno ha fallado, sistemáticamente, en las cuestiones más elementales. Falta de liderazgo y de estrategia que se ha traducido en la imposición de medidas muchas veces arbitrarias, despreciando la necesaria colaboración de instituciones y poderes que, más próximos a la realidad, como las comunidades autónomas y los ayuntamientos, tenían información que les hubiera ayudado a no cometer los errores garrafales que todos hemos padecido. Desde las rocambolescas fórmulas sobre cómo y con quién viajar en coche, hasta el reparto de material sanitario defectuoso, que ha causado enormes perjuicios, pasando por disparates como autorizar a los niños a ir con sus padres a los supermercados tras tenerlos 40 días encerrados en sus casas. ¿En qué cabeza mínimamente amueblada de neuronas se puede originar semejante ocurrencia?

Y lo que es peor: ¿cómo es posible que el Gobierno de la Nación dé crédito a iluminados mientras desoye el clamor de presidentes de comunidades autónomas elegidos democráticamente?
No es menos grave la falta de criterio que también ha demostrado manifestándose con contradicciones lamentables. Y por poner tan solo dos ejemplos: el primero, las mascarillas, que antes no eran necesarias y ahora resultan imprescindibles; el segundo, los test masivos, que iban a llegar por cientos de miles para hacer una precisa radiografía de la situación de la pandemia en España y ahora zanjan con “una muestra representativa”.

La falta de transparencia se hace evidente cada día, especialmente en esa rueda de prensa que lejos de arrojar luz e información se ha convertido en un patético “reality show” por el que desfilan el presidente, sus ministros y otros invitados estelares más para adoctrinar que para tranquilizar o informar. Manejan las cifras a su antojo, convirtiendo la estadística en la ciencia que permite manipular los datos. Pero los datos se resisten a esa manipulación. Somos el país con más muertes por millón de habitantes. Y eso a pesar de haber sido objeto del confinamiento más restrictivo de todo el mundo, incluyendo China, que solamente lo aplicó de manera más estricta en Wuhan, el epicentro de la pandemia, y así logró contener su expansión al resto del país.

El Gobierno encara ahora con una confusa hoja de ruta la vuelta a una normalidad (debería decirse “anormalidad”). Y lo hace recreándose y agrandando los errores del confinamiento: falta de diálogo, falta de estrategia, falta de transparencia y falta de sentido común. ¿Cómo si no se entiende que pueda proponer una transición que vista la opinión de los sectores implicados puede causar más daño económico incluso que el propio confinamiento? ¿Cómo puede permitirse la reapertura de un negocio cercenándole las posibilidades mínimas de rentabilidad? ¿Cómo es posible que después de cuarenta años de estado de las autonomías, un principio consagrado en la Constitución, ningunee a los presidentes de las comunidades autónomas a la hora de formular su plan y lo simplifique sobre la base de la provincia como unidad territorial? ¿Acaso hemos vuelto a los tiempos de Baldomero Espartero? ¿Cómo se entiende que a la oposición a la que pide generosidad y lealtad no sólo no se la haga partícipe de la reconstrucción económico-social sino que además se le informe por la prensa de la hoja de ruta? Cada vez que el Gobierno explica sus propuestas siembra indignación y confusión. Cada vez que lanza sus planes para mañana, nadie sabe lo que va a ocurrir mañana ni mucho menos pasado.

El Estado de Alarma era, y así se lo reconoció el Congreso, una herramienta para ganar tiempo con el que poder desarrollar las medidas adecuadas para ganarle la guerra al COVID-19. Pero no un instrumento político con el que arrogarse un poder absoluto que no reconoce los argumentos de los demás grupos de la Cámara ni de las administraciones autonómicas, diputaciones y ayuntamientos, a la hora de encarar, en cada territorio según su propia naturaleza, un retorno más sensato hacia la normalidad. Porque lo que este Gobierno llama desescalada es, en realidad, una hoja de ruta repleta de errores y remiendos que puede derivar hacia una caída al precipicio económico para muchos sectores productivos. Basta preguntar a los afectados y oír sus respuestas.

Este no es el camino hacia la normalidad. Es tarde ya, pero España necesita un cambio radical. O de estrategia o de Gobierno. 

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