Opinión

Pareja fija discontinua

Por mayo andan los recién casados fatigando los marcos incomparables. En el embarcadero del paseo marítimo de Marbella, cada tarde unos novios posan ante la cámara en posturas que se suponen de felicidad: ella corre por la orilla sujetándose el merengue del vestido mientras él la persigue con el pantalón remangado, como un pescador a la anguila; ella se sube a caballito sobre él, que asoma una resignación ini-ciática.

La profusión de álbumes nupciales contrasta con una tendencia que observa El País: parejas que eligen -porque pueden, claro- vivir separadas. La perpetuación del noviazgo. Se habla de la convivencia como cautiverio. “Cada uno en su casita; enamorada, pero no esclava”, dice uno de los testimonios. “Quiero comer a la hora que me dé la gana y lo que me dé la gana”, expone otro. Ante tal urgencia social no se entiende que no se hayan movilizado las unidades de intervención policial para liberarnos, ni que en el quién da más de la subasta electoral no se haya anunciado todavía la abolición de esa esclavitud que es el matrimonio y la regulación como derecho de la pareja fija discontinua. “¿Acepta a este hombre, pero cada uno en su casa y sólo en los buenos momentos?”. Es más, debería contemplarse la subvención de vivienda para ambos amantes y, en el improbable caso de tener hijos, otra para que los niños se las apañen solos: padres sí, pero no siervos. Y ya puestos, que se garanticen cuidadores para los abuelos y para los animales, que una cosa es acariciarlos y otra contraer obligaciones. Derecho a decidir no comprar bolsitas para excrementos ya. Y derecho a consoladores y suscripción a porno de calidad, ahora que los jóvenes se entregan a la hipersexualidad individual y muestran menos interés por la pareja, porque porno eres y en porno te convertirás. Serían como aquellos antiguos egipcios sobre los que leyó Borges:

- ¿Cómo van a abandonar así a sus familias?

-La familia la tenemos aquí -respondieron, señalándose sus partes-.

El referente de estos ciudadanos que ven en compromiso dos palabras, como Jesulín en impresionante, sería María José Cantudo, que en un Sálvame explicó la ventaja de vivir sola: no tener que lavarse “el veo”. O quizá crean, como Kafka, que hay que elegir entre la soledad y la literatura o el matrimonio y la condena, y se nos venga un aluvión de novelistas. Es verdad que la única manera de no llegar a aborrecer una convivencia es no empezarla, pero el amor no sabe de cálculo ni utilitarismo. “¿Analizas el amor? Luego ya no lo sientes”, escribió Ramón y Cajal. Las pasiones migran como las aves con la llegada del frío, de las incomodidades, de los problemas; el amor, no. Si no tiene espinas, no es rosa. La cohabitación puede ser salvavidas y también naufragio, por eso el protagonista de Peaky Blinders brinda por “la familia, muchas veces cobijo en la tormenta. Y a veces la propia tormenta”.

Hay tantas fórmulas de relacionarse como parejas y cada uno debe encontrar la suya. Cuestión distinta es intentar imponer la propia como correcta, pretender inculcar una cultura de desarraigo y, desde un feminismo reducido a desquite, ver en la familia un “dispositivo de explotación”, como si constara en el catálogo de torturas de Kim Jong-un. Se trata de un discurso interesado: a más tiempo solos, más pantallas, más comida precocinada, menos conversación, más sectarismo. Ah, ¡qué curiosa libertad ser esclavo de uno mismo! En la era del egocentrismo, la verdadera aventura amorosa es el compromiso.

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