Opinión

La arruga es mella

La CNN se ha sacudido al ácido presentador Don Lemon, meses después de manifestar que sólo las mujeres de 20, 30 o 40 años pueden decir que están en la flor de la vida. Si una flor es un telegrama de belleza, tres décadas de florecimiento vital serían, como poco, un sermón de lozanía. ¡Para qué más! Una, que tiene la sensación de tarzanear en el pedúnculo de la vida, en su rabillo, no duda de haber estado mejor a los 30 que a los 47. No pasa nada por ir interiorizando que, a partir de cierta edad, cuando parezca oír “tía buena”, lo más probable es que hayan dicho “tía abuela”. Lo injusto es que envejecer recorte las oportunidades laborales. A la televisión, como a la nueva política, le cansa la edad; sobre todo, la femenina.

Amy Schumer tiene un sketch genial en el que se encuentra con Patricia Arquette, Tina Fey y Julia Louis-Dreyfus en una especie de picnic celebratorio. Le cuentan que están festejando el “último día follable” de Julia, ese día en la vida de toda actriz en que los medios deciden que ya no es atractiva. Schumer pregunta quién les dice a los hombres cuál es su “last fuckable day”. Todas ríen: “¡Ellos no tienen ese día!”. Y seguirá siendo así por mucho que James Bond se haya encamado con una mujer con arrugas. En un artículo de 1947, Azorín subrayaba el afán de Cervantes por recalcar la edad de sus heroínas. ¡Como el Cuore! Y se cuestionaba si su gusto por las féminas jóvenes era obsesión particular o canon del tiempo. “Si una mujer puede inspirar pasión, ¿qué importará que no tenga la edad de las chiquillas?”, concluía.

Ya lo he escrito, pero el autoplagio es columnismo sostenible: el sueño infantil de ser invisible se cumple en la vejez; máxime cuando el actual modelo estético identifica belleza y juventud y sublima la flor de la vida, como si para lucir fuera imprescindible la flor, como si no fuera llamativo un cóleo o no brillara un poto; o como si en la vida no se pudiera florecer muchas veces. Fíjese en Bertín Osborne, ranch-lover, a quien le han brotado remozados pétalos musculares y se le ha alegrado el estambre con una nueva ilusión.

Vivimos en un país de viejos que prefiere disfrazarlos de jóvenes a valorar su senectud, y que se escandaliza ante el edadismo -palabra horrísona- si de por medio hay sexismo o interés partidista. Pero a pocos importó el choteo mediático a costa del nonagenario Tamames, pese a su lucidez, cualidad intermitente en el presidente de EE.UU., a ratos mejor candidato para un balneario: ¡Biden-Biden! La segregación tecnológica de las personas mayores parece socialmente aceptada, y asimismo su exclusión de trabajos o relaciones, con el consiguiente perjuicio para la salud. El ninguneo sanitario también se ha normalizado: leo que no hay cribados de cáncer de mama o colon a partir de los 69, y se les obvia en campañas que deberían protagonizar, como la prevención del suicidio.

En una nación envejecida como la nuestra más útil que el Ministerio de Igualdad sería un Ministerio de la Vejez, que cuidara de que no se discrimine en función de la edad. Vivir es ir cediendo protagonismo. Tema distinto es que te lo roben.

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