Opinión

Velos corridos, velos descorridos

Las horas del jueves estuvieron teñidas, para aquellos que leyeron las páginas suscritas por quien suscribe estas, de cierta e innegable y apocalíptica tristeza; al menos a la vista de lo que en ellas se afirmaba: que él mundo está muy loco y que seguirá estándolo, sin remedio. Sin embargo el mundo estuvo siempre así. Lo que pasa es que no asustaba tanto.
Lo único en lo que nos diferenciamos de nuestros antepasados es en la tecnología que nos rodea e incluso nos supera al estar lejos de nuestro total alcance. No es que no existiese entonces sino que todo lo que ha venido desarrollándose era impensable. La lavadora, la nevera, el teléfono móvil, el ordenador, el navegador del coche, el coche mismo, la televisión… en resumen, todo lo que ustedes y un servidor disfrutamos como si siempre hubiese estado ahí, todos esos aparatos, han venido a obligarnos a ver el mundo de otro modo. Sin embargo nosotros, mal que bien, seguimos siendo de la misma encarnadura que lo fueron los abuelos, nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. Esa es la condición humana. Así que, como no vamos a ser nosotros, quienes consigamos cambiarla, vamos a hablar hoy de otro asunto.
A cuenta de lo de Bárbara Rey, conspicua domadora de elefantes -si la memoria no me falla, pues a lo mejor eran tigres o leones- y el lío que se trajo con el señor monarca, a cuenta de ese lío y de sus derivaciones, no se me va de la cabeza la imagen de Tierno Galván, a la sazón alcalde madrileño, tocándole el culo, con su mano diestra y por debajo del vestido, a aquella señora o señorita del destape que se llama o se llamó Susana Estrada. 
Al igual que en el caso de la señora Rey, ignoro qué tal estaría el culo de la señora Estrada, cuál su dureza y consistencia, de qué peculiaridad gozaría su lordosis, si fingido o natural el culito respingón que ambas lucieron. Sé, en cambio, que la teta de esta señora del destape no era una gran teta y que ni siquiera era una teta grande, aunque sí colgante y tirando un poquito a oblonga. No es que este servidor de ustedes hubiese sido invitado a contemplación tan láctea, sino que la reina del destape se destapó de modo que todos los españolitos pudiésemos contemplársela en una fotografía que, oh casualidad, estuvo al quite en el momento justo. ¡Ah, qué tiempos!
Atrás habían quedado aquellos otros años del franquismo en los que uno de los ministros, de los muchos que tuvo el general, había ofrecido a la sociedad española unas estadísticas que avalaban su gestión: desde que él desempeñaba funciones de gobierno había disminuido notablemente el número de almas enviadas al infierno, aumentado el de pasados por el purgatorio pues estaba constatado que había descendido el tanto por ciento de adulterios y masturbaciones y la sociedad era mucho más sana de lo que nunca lo había sido. Nunca se citaron fuentes que acreditasen su solvencia, pero así eran las cosas en aquellos otros tiempos.
Entonces la Historia se escribía así y de aquello pasamos al destape de la teta y al culo de la señora ya citada, sin demasiadas dilaciones. Más tarde todo el mundo estaba regularmente informado de las aventuras del monarca, tanto como del adulterio contumaz del vicepresidente del gobierno de su majestad, o de las tendencias sexuales de algún que otro ministro amigo de saltar a la comba o vestirse con uniforme propio de colegio de monjitas. Y no pasaba nada. No es que tal cúmulo de historias no importasen sino que lo que sucedía era que se le prestaba la importancia necesaria, pero no más. Tan solo la necesaria.
Por eso, la pregunta que ahora debemos formularnos es la de por qué precisamente ahora rebrota el conocimiento del affaire real con la cantante y a cuento de qué viene. También la subsiguiente de que, si no hubiese habido casos de corrupción o de sospechas de ella, se hubiera desatado la que se desató y se sigue desatando.
Las respuestas son indudablemente muchas. Desde las formuladas a partir de la creencia y de fe ciega en la institución monárquica, que no es solo una y única sino que ya son varias, hasta la pertenencia o no a un credo político o a una confesión religiosa, pasando por la posibilidad de aparición de los depravados habituales en este tipo de cuestiones, de todas ellas, toda emisión de juicio es contemplable. Incluso el de la vieja tendencia a condenar todo lo humano y lo divino que se nos ponga por delante, que no es pequeña.
Otra pregunta cuya respuesta pudiera ser también importante es la de si no estaremos entrando en una etapa de puritanismo exacerbado en razón de ese movimiento pendular que tanto se produce en todas las sociedades llevándolas de un extremo a otro sin consideración alguna. Si no es así, a ver cómo nos explicamos muchas cosas.
¿Estará nuestra sociedad purgándose de este modo? ¿Estaremos llenándonos de sepulcros blanqueados o tornándonos en una sociedad farisaica y en absoluto digna de que nos fiemos de ella?
En el fondo de cada una de nuestras conciencias yace oculta la respuesta que, cada uno de nosotros, daríamos a estas cuestiones pese a que optemos por callárnoslas. Sin embargo es de suponer que la que tenga la mayoritaria aprobación posible, sea la que corresponde a la sospecha de que no es la moral sexual la que nos ha venido imponiendo esta ola de puritanismo que está empezado a surgir, sino la ética política la que la ha estado generando y que por tal razón se haya optado por correr un tupido velo sobre la realidad corrupta descorriendo el velo de la sexualidad velada. Cada uno que opte por la que más le tranquilice, que ya habrá quien lo haga por la que más lo desasosiegue.

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