Opinión

Pirindolos, cucuruchos, pirulís

Por sus puntillas las conoceréis. Me refiero a las presentadoras de las distintas cadenas de televisión que pululan por las pantallas de los televisores con todo tipo con propuestas estéticas que sirvan para identificaciones de grupo o tendencia, de color o ideología y de esto y de lo otro, pues tal es el camino recorrido desde las “mamachicho”, aquellas que tanto nos mataban, a estas que tanto nos seducen y visten y maquillan algo uniformadas en exceso. Ellas son el signo de los tiempos. El shibolet, que es como le llaman los judíos a los símbolos de distinción de pertenencia o clase, de adscripción o grupo, de confesión o idea.
Desde el descenso en eslalon de tupés de quienes imitan al de quien cree liarla parda y difícilmente lo consigue pues ya viene liada de la calle -en este país somos así, somos únicos liándola así, entre nosotros, sin que nadie nos ayude- hasta quienes reproducen los escotes vertiginosos de no pocas tertulianas que, en los espacios políticos, han ido poblando este país de nada discretos oteadores de canalillos, estrechos unos como el ojo de la aguja; anchos otros, como el del Bósforo, se diría que igualmente navegables por barcos de todos los calados y banderas, incluso las piratas; prietos, como pliegues de sinclinales y anticlinales, no pocos de ellos, que fueron y aún van indicándonos el camino de regreso, el mismo que nos está trayendo hasta estas púdicas y pese a ello sugerentes puntillas de ahora, las mismas de las que empezamos hablando, antes de liarla, como la hemos liado, en las que podremos, muy genuinamente, llamar divagaciones. Todo ello en un largo camino de no muy fácil descripción, pero tan cierto como que hasta aquí nos ha traído. 
Lo que sucede es que quizá ya hayamos emprendido el camino de regreso, el descenso, canalillo abajo, sinclinal arriba, para luego deslizarnos hacia no se sabe dónde pues así es la vida y tonto es el que lo niegue. El otro día, sin tener que ir mucho más lejos, la presentadora de un telediario de la tarde lució lo que nos recordó (al menos así nos sucedió a los más de los más viejos de la tribu) aquellos visos que vestían nuestras madres, nuestras tías solteras, supongo que también nuestras abuelas. Además, la señora o señorita, vestía de un color vainilla que, si me dejan que lo diga, estaba como para comérsela.
La pregunta es la de si, en estos azarosos, en estos vertiginosos tiempos que tan aprisa iban camino del regreso, las puntillas empiezan a asomar para convencernos de que es mejor y mucho más sugerente el velar que el dejar ver; o que, con tal de volvernos locos, todo vale; en cuyo caso, este humilde escribidor de ustedes, propone que los varones empecemos a sugerir de nuevo la propia y masculina orografía tal y como la lucían Don Carlos I y Don Felipe II creo recordar que en los cuadros que de ellos pintó El Ticiano; es decir, con unos pirindolos a la altura de las más que pudendas partes de nuestra anatomía, hoy tan desprestigiada desde que las guerras se hacen pulsando botones y ya ni para hacerla valemos los varones. Ellas aprietan los botones con mucha mayor gracilidad y mejores resultados
¿Dije pirindolos? Disimúlenme la grosería. Quería decir cucuruchos. Unos a modo de pirulís destinados a albergar las más prominentes, las más sobresalientes partes de nuestra viril anatomía -al menos cuando la micción aprieta- de forma que, así dispuestos y con espacio más que suficiente, acabasen por sugerir, pasado el tiempo, un nuevo arte del Womderbra, aquel sujetador maravilloso, que levantaba a los caídos y oprimía a los más desarrollados como si fuese un eslogan de Podemos algo anterior a la compra del chalé de Galapagar. 
Vivimos, pues, en medio de la confusión pasando de la escasez a la abundancia, de esta al despilfarro y, entre temporada y temporada, entre col y col, entre las corbatas del Inda que no logran superar nunca, al menos de momento, a las de Carrascal, cualquier día vemos al Maruenda luciendo zapatillas con las puntillas asomado al final de la lengüeta; unas puntillas conseguidas a fuerza de tanta constancia en mandar a la gente a hacer puñetas. Además, por ese camino, podremos llegar a que los taxis nos alberguen en sus habitáculos como hacen los del Japón: llenos de puntillas, puntillosos hasta la exasperación y el desenfreno, de forma que uno duda si al abordarlos se ha introducido en un vehículo a motor o en el ataúd del conde Dracula.
Con todo, tal posibilidad, esta última de que, como fin de fiesta, de regalo, a los hombres nos den la puntilla de una vez vistos los éxitos por nosotros conseguidos (vaya estupidez la que se me acaba de ocurrir) esa opción, sería preferible a la de la lenta dormición de los sermones de esa monja argentina que vive en Cataluña y que al parecer sabe de todo sin necesidad alguna de lucir escote. Tanto sabe que pudieran contratarla no sé si para presentadora de un telediario o para un anuncio de esos que tanto proliferan y semejan jeroglíficos. ¡Ah, el mundo de la tele! Es fascinante, o así a mí me lo parece. Es cierto que lo de las puntillas, veladoras de senos y exhibidoras de una feminidad antigua y consentida, a ojos de un viejo verde como yo pudiera empezar a serlo, es oro en paño. Pero vengo de un tiempo, ya lejano, en el que la aspiración tenía nombre de teta de novicia. El mundo, como ven, no cambia.

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