Opinión

¿Qué pasa en la cabeza de un novelista?

Durante veintisiete años escribí un artículo diario, lo hice hasta el pasado mes de febrero. Antes se decía hasta el mes de febrero próximo pasado, pero ahora ya no se hace necesario especificar tanto. Así que, de todas formas, llegado el febrero próximo pasado, uno es algo antiguo y se entretiene en estas quisicosas, me enfadé, me marché, dejé quince artículos sin publicar y aquí sigo con mis dos encuentros semanales con ustedes.
Durante esos veintisiete años afirmé siempre que el artículo diario constituye una forma moderna de la esclavitud. Trescientos sesenta y dos artículos anuales así parecen sugerirlo. Cada vez que recurrí a esta afirmación, solía añadir la coletilla de que no se puede saber lo que es escribir, peor aún, lo que es encontrar un tema sobre el que escribir día a día, durante veintisiete años. Me equivoqué. Solo se puede saber cuando se deja de hacerlo. Tal es la liberación que supone el abandono de tal forma de esclavitud. Y sin embargo…
En la Rusia soviética, en la Madre Rusia, las familias que vivieron durante años en un pequeño apartamento en compañía de dos o tres familias más, llegado el tiempo de la caída del imperio fundado por Lenin, en cuanto pudieron, se establecieron en viviendas unifamiliares dispuestas, por fin, al disfrute de la vida en libertad. Muchas lo consiguieron. Muchas otras, no. Estás habían sido tan troqueladas que decidieron volver a vivir en las antiguas condiciones. El ser humano es así.
Yo confieso ahora que echo de menos el coloquio diario con quienes, a través de la edición digital, me hacían el inmenso favor de comentar mis artículos y componer un foro de entendimiento y libertad, ambos impagables; tanto que ahora lo extraño. Extraño el artículo diario y estoy acostumbrando mi cabeza a funcionar de otro modo, no sé si ya algo tarde dada la edad que calzo. Ya ven que extrañas vueltas da el cerebro.
Empecé escribiendo esto cuando la verdad es que quería hacerlo a otro respecto que, no sé si inútilmente, pretendí enhebrar con este. Verán por qué. A mayores de esos tantos miles de artículos llevo escritas casi unas veinte novelas, cuatro o cinco libros de cuentos, poemarios; en fin, llevo escrito la tira de cosas y siempre sostuve que la escritura de una novela era parangonable, cuando menos, a una oposición a notarías o, mejor aún, a la elaboración de un tesis doctoral. Pues bien, la semana pasada un periódico de Madrid titulaba a toda plana: “Según un estudio de la Universidad de Gante, el doctorado perjudica la salud” añadiendo que “uno de cada tres estudiantes que trabajan en una tesis está en riesgo de padecer algún desorden psiquiátrico”. ¡Caray! Un 33% de riesgo con una tesis doctoral, si la redacción de una novela equivale a la de esa tesis, veinte veces ese riesgo a qué equivaldrá, Dios mío!
El reportaje que firmaba Marcos Barajas, era de altos vuelos, como es de suponer. Casi quince mil estudiantes españoles elaboraron tesis doctorales durante el año 2015 y eso puede querer decir que podemos tener una media de cinco mil trastornos psiquiátricos por año afectando a nuestros cerebros más pensantes. Menos mal que, con ese invento de la movilidad exterior, se los estamos empaquetando a las inquietantes potencias extranjeras. No hay mal que por bien no venga.
Elaborar una tesis doctoral “requiere una combinación de habilidades técnicas, intelectuales y emocionales para la consecución de resultados óptimos en contextos de considerable exigencia, procesos de larga duración y con consecuencias para el futuro profesional y académico” según la señora Giménez directora que es de investigación e innovación en el Centro de Psicología y Área Humana, es decir, una autoridad en la materia a la que yo no voy a corregir en absoluto; es decir, que le voy a dar todita toda la razón que creo que le asiste.
Solo así podré preguntarme qué pasará con la tercera parte de las cabecitas de los miles de novelistas que cada año ven publicadas sus novelitas en España, incluidas las mías, cuando me toca el turno, claro, y qué pasará con los que ya somos viejos y llevamos docena y media de ellas a la espalda yendo ya como vamos de camino a nuestro particular e individual Gólgota.
Quizá sea por eso, mejor dicho, en evitación de tan triste realidad, por lo que la Administración cultural ha potenciado, arteramente, eso sí, la aparición del escritor o de la escritora mediáticos, autores de una sola novela, de gran venta por supuesto, que de tal modo se ahorran la descomposición final a la que los novelistas de antaño se veían sometidos; acuérdense de Flaubert y de su loro, también de sus comilonas y sus jaquecas; acuérdense de Hemingway y su afición al baño y a las armas; de Zweig y su desesperación final y deletérea; y verán así que el asunto se presta a menos bromas de lo que, lo hasta aquí escrito, pudiera sugerir.
Y es que escribir novelas es hacer ciertas las palabras de Aristóteles: La Literatura ha de servir para que el ser humano se reconozca en ella. A ver si alguien escribe una tesis doctoral sobre el deterioro del oficio, la redacción de las novelas y lo medio atravesados que todos nosotros, los novelistas, somos. Y nos reconocemos en ella de inmediato.

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