Opinión

Orgullo, honor y vanidad

Aaquel viejo gruñón, cascarrabias y misógino que fue Schopenhauer no le podemos negar, en razón de que haya sido todas esas cosas y todavía algunas otras más, que, al menos en muchas ocasiones, tuviese más razón que un santo.
Por ejemplo cuando afirmaba que mientras que el orgullo es el firme convencimiento, ya existente, de la valía propia preponderante; la convicción que tenemos de ella, en uno o en varios aspectos; la vanidad es, por el contrario, el deseo de suscitar en otros ese mismo convencimiento; un deseo que suele ir acompañado de la tácita esperanza de que, por lo tanto, lo podamos apreciar. O dicho de otro modo, tal y como el propio cascarrabias nos lo explica: el orgullo viene siendo la elevada estima de uno mismo surgida de nuestro interior y que en consecuencia es directa; mientras que la vanidad es la aspiración a conseguir que esa elevada estima proceda de los demás, proceda de fuera de nosotros de modo que lo percibamos.
Concluye Schopenhauer que por eso la vanidad nos hace parlanchines y el orgullo nos vuelve taciturnos. No sé que les parecerá a ustedes. Yo creo que en este aspecto es conveniente echar mano de ese "depende" que tanto se nos suele reprochar a los nacidos en este esquinado noroeste ibérico cada vez que solemos abrir la boca a instancias de un segundo e incluso de un tercero en discordia.
Se comenta así porque si aplicamos estas valoraciones a un determinado tipo de personas, por ejemplo a las ocupadas en la cosa pública, podremos darlas sino por ciertas al menos por certeras en el caso de los políticos que han convertido su sistema de ideas, su ideología, poco menos que en una convicción religiosa a profesar de por vida; en una fe, más que en un sistema de ideas; por ejemplo, un marxista que considere que el marxismo que profesa es un método, un método más de análisis de la realidad, no tendrá nada que ver con otro que ha hecho del marxismo una verdad casi o enteramente religiosa, dogmática.
Será en este segundo caso cuando surja el orgullo, la íntima convicción de la valía, de la valía de su fe, por un lado, y de la de su persona por otro. Y será ese orgullo, por lo tanto, el que le asegurará ese convencimiento tan necesario cuando se quiere estar en posesión de la verdad cada vez que sea otro el que abra la boca. El orgullo se mantendrá siempre, digamos para entendernos y justificar un poco lo que vendrá a continuación, mientras que la vanidad surgirá alternativa y secuencialmente cada vez que nos enfrentemos a la realidad.
No creo que esto sea aplicable a todas las personas, afortunadamente y porque uno no es Schopenhauer, ni mucho menos, pero sí lo será a esos políticos que profesan su adhesión partidaria con tan beatifica dedicación que cualquiera diría que en vez de militar en un partido profesan una religión que, por supuesto, es la única verdadera.
A este tipo de individuos sí que me parece aplicable lo que dice Schopenhauer. El orgullo de clase (política), el orgullo de pertenencia a una confesión (ideológica), pongamos que, si no se manifiesta siempre, que sí se manifiesta, lo hará a lo largo de toda una legislatura, legislatura tras legislatura, mientras que la vanidad surgirá más acentuada o incluso si se quiere solo en épocas electorales, cuando tan denodadamente se pelea porque el reconocimiento de esa valía, cuando no de esa bondad ideológica o de intenciones, es preciso que nos llegue de fuera de nuestro marco habitual de convivencia.
Es llegada esta época de vanidades incontroladas, en la que todas las mentiras son posibles, cuando surgen las declaraciones más enfáticas del estilo de que "el honor está por encima de la vida" que, bajo distintas apariencias, tanto han proliferado en los pasados meses sin que ahora nadie tenga (yo tampoco) necesidad de señalarlas con el dedo pues obran en la conciencia de todos, o al menos es de sospechar que así suceda.
Aquí llegados podremos recurrir de nuevo a Schopenhauer pues el viejo filósofo parece no estar muy de acuerdo con la pasada afirmación de que el honor esté por encima de la vida pues, para él, eso sería tanto como afirmar que "la existencia y el bienestar no son nada, sino que la cuestión es lo que los otros piensen de nosotros" con lo que regresamos a la vanidad y al orgullo que el viejo rosmón sugiere que no sean allá muy deseables.
Del mismo modo que es la lengua, cualquier lengua, la que tiene que estar al servicio de la literatura y no al revés; la política debe estar al servicio de las personas y no estás al servicio de cualquiera de las fes que la determinen según las ocasiones. Mal asunto cuando el orgullo, cuando la vanidad o cuando incluso el honor, impregnen en demasía la vida pública porque sospechablemente su presencia irá, al producirse la confrontación de los orgullos, de las vanidades y también de las distintas convicciones del honor, en detrimento del bienestar e incluso de la existencia de la ciudadanía; entendida esta como la condición de los ciudadanos libres e iguales ante la ley y, el acceso a ese bienestar, que, al ser la felicidad poco menos que un desiderátum, todos anhelamos, sin tener que ser esclavos del orgullo, sujetos a la vanidad, estupefactos ante las declaraciones de honor que en tantas ocasiones se proclaman, se nos vayan por el tubo de desagüe.

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