Opinión

El problema no es de los muertos

Por diferentes motivos pude contemplar, hace años, los restos mortales de mi padre; mejor dicho, debí; porque, la verdad, es que tal perspectiva no me atraía demasiado. La tercera vez en que lo hice fue en un verano en el que le dio por morir a demasiados de sus hermanos, también a alguna cuñada e incluso al suegro de uno mis tíos, con lo que se produjo una especie de overbooking familiar que nos llevó a habilitar huecos en un panteón que dispone de amplio espacio, capaz de albergar este tipo de aglomeraciones mortuorias. En esa tercera y última oportunidad, los huesos de mi padre, de mi abuelo y aun otros, fueron introducidos en sendas bolsas, de grueso plástico negro, dotadas con unas etiquetas en las que constaba el nombre de quien había sido el poseedor de ellos, escritas con la garrapateada letra de Fernando, el enterrador al mando de estas cosas, y desplazados dentro de ellas a una esquina de su último domicilio. Mi memoria de él sigue tan viva como hace más de medio siglo. Desde entonces, como aún no pasé al otro lado, al del Mundo de la Verdad, como le llamaba mi difunto padre, ignoro qué pensarán los muertos del lugar y del modo en el que yacen. Pero sospecho que les ha de importar poco, por no decir que nada. Tal sospecha la incrementé de manera considerable cuando deposité en su tumba la urna, aún caliente, que contenía las cenizas de mi madre. ¡Qué más le dará a los muertos!
El problema no parece, por lo tanto, ser de ellos. El problema es nuestro, no de los muertos. Por eso ignoro si será absolutamente de recibo el hecho de que andemos a vueltas, desde hace tantos años, tantos, con el eterno reposo de tantos y tantos restos, resultado que fueron y todavía son de nuestra insolvencia moral colectiva; una falta de moral (llámenla como gusten: cristiana, democrática, natural, cívica… como quieran) que no cesó al término de la oprobiosa guerra civil -en la que nos enfrentamos, los unos con los otros- sino que continuó durante los primeros años de una paz tan cruelmente conseguida. Peor aún. Regresa cíclicamente de la mano de los nauseabundos y fanatizados comentarios de quienes los expelen con aliento que apesta a podredumbre, a tumba abierta y solo se quieren ellos como únicos depositarios del amor a la patria y a una de sus banderas. Por eso es de sospechar que sí, que sea de recibo y que de lo que se trata es no de dar una sepultura digna a los difuntos, sino de darles una memoria digna que sea extensible a sus deudos más cercanos.
En el cementerio de Arlington existe un monumento funerario dedicado a conservar la memoria de aquellos que murieron en la Guerra de Vietnam. Está bajo el nivel del suelo y permanece a cielo abierto. Se desciende por una rampa recubierta de mármol negro sobre el que están grabados los cientos o miles de nombres de aquellos soldados fallecidos. La rampa concluye en una plataforma en la que, a ambos lados, siguen escritos más nombres y, a continuación, se asciende por otra rampa hasta salir del monumento después de observar más y más nombres. Demasiados. Todos yanquis, soldados todos, con independencia de sus credos o de sus orígenes y procedencias.
Ser el segundo país del mundo en el número de fosas comunes en las que aún yacen los restos de miles y miles de ciudadanos no es como para sentirse orgulloso. Ese país es el nuestro. Si lo que se debe conservar es una memoria digna de los que allí yacen, para ello, quizá se debiesen sacralizar esos lugares de forma que, no solo sus deudos, sino también el resto de los ciudadanos, supiesen del horror de tanta fosa común, de fusilamientos tantos, de modo que se preguntasen acerca de la conveniencia de volver a las andadas. Muros de mármol negro con los nombres de los que yacen en ellas y leyendas que expliquen en nombre de qué fe, de qué verdad, creencia o dogma, fueron asesinados, hayan sido cavadas las fosas por las gentes de un bando u otro. No debieran desaparecer las fosas comunes. Deben servir de perenne recuerdo del oprobio y la ignominia que toda guerra civil conlleva. Son los mudos testigos de la condición humana cuando esta se degrada. De igual modo, cuando paseas por París puedes ver cantidad de lápidas que señalan en donde los nazis fusilaron a los miembros de la resistencia francesa y, si recorres Alemania, verás cómo se mantiene vivo el recuerdo de las atrocidades que se cometieron en nombre su nación y de esta o de aquella ideología.
 Igual que en cantidad de iglesias católicas se conservan, escritos en sus paredes, los nombres de aquellos "caídos por Dios y por España", como si Dios y España fuesen solo de unos y no de todos, los nombres de los "paseados" en las cunetas, deben recordar el lugar en el que cayeron para que todos podamos sentir vergüenza propia o ajena. Dejemos a los muertos en sus tumbas, pero devolvámosle una memoria digna a sus familiares, a los de un bando y a los de otro. Eso es más necesario que el traslado de unos restos que ya no dicen nada, nada sienten, nada aportan. En cuanto a los restos de Franco, cuando se publiquen estás líneas, quizá ya hayan sido trasladados aunque sea de dudar que en ningún otro enterramiento puedan decir más y mejor de la condición humana que en esa tumba faraónica, que, volviendo a Arlington, solo admite comparación con las sepulturas de John y Bob Kennedy: una lámina de agua, dos dedos de ella, contenida en un pequeño estanque de mármol blanco, a ras de suelo, y, dos lápidas en las que están escritos los nombres de los dos hermanos asesinados. Verlo sobrecoge bastante más que la grandiosidad basilical de Cuelgamuros y dice muchas más y más entrañables verdades.

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