Opinión

Carpe Diem

La vida nos ha ofrecido la evidencia de la enfermedad y la muerte. Nos ha imbuido en la consciencia del miedo, la inseguridad, el abatimiento e incluso la depresión. Hemos retornado a la lucidez amarga de lo transitorio del subsistir. Buena parte de la población se ha sumido en la desesperanza, la melancolía o el desasosiego. Como defensa hemos recurrido a establecer un nuevo orden de prioridades, en lo mental y en lo material, para valorar a los otros con mayor generosidad y comprender que también nos necesitan para abrazarse con sincera estima o conversar. El virus, pese a su brutalidad, ha tenido algo positivo: nos ha vacunado de desafecciones y desentendimientos.

Somos un ser débil que sueña, incluso despierto. Un ser evasivo que necesita proyectar su ahora -los problemas de su hoy- en una mañana que se imagina mejor. Hijos de Darwin o de Eva, de la Madre Común que descendió de un árbol en África o de la metáfora del Paraíso, resultamos los mismos seres, los que se otorgan el adjetivo de racionales y que, con asiduidad, se conducen de modo irracional, inverosímil y hasta antinatural. Vivimos atrapados entre la aspiración de lo material y de lo inevidente. Aseguran que nos componemos de polvo de estrellas y que el cuerpo es un 70 por ciento evaporable, por ser agua. En realidad lo que queremos ser es felices, algo que ni se compra ni se consigue de modo permanente.

Las ideas, las acciones, el poder o la enfermedad -incluido un virus-, descalabran cada cierto tiempo toda expectativa humana. Eso lo sabemos. También conocemos que las respuestas, el Carpe Diem -que nos regaló Horacio hace dos mil añosy la Fe, las han dado los filósofos, los poetas y los religiosos.

Aprovechar el presente y hacerlo con esperanza es un paliativo perfecto para sobrellevar la vida con un cierto equilibrio emocional. Debemos construir pequeñas dichas o al menos saber intuirlas con sentido de la oportunidad. El amor, la amistad, el afecto, una conversación, el humor inteligente, la contemplación de la naturaleza, una lectura agradable, son logros de placer al alcance de todos.Las circunstancias nos distinguen, pero hay anhelos como la alegría o la prosperidad que nos igualan.

El coronavirus tiene su mayeútica, nos ha llevado de paseo hasta un puerto inseguro para que entendamos que algo debe cambiar en el entendimiento de la vida. En los próximos tiempos, los más lúcidos optarán por actitudes menos compulsivas: valorar el tiempo, equilibrar ansiedades, recomponer afectos, respetar disensiones, disfrutar del trabajo y reforzar la educación y la cultura. No se trata de producir una mudanza radical de pautas de comportamiento, pero sí de ponderarlas para una convivencia rica y disfrutable en todas las amplitudes.

No deberíamos reingresar, sin reconversión, a la caverna del consumismo, el aislamiento, las prisas, la contaminación, las desigualdades sociales, las noticias construidas     -no necesariamente falsas-, la demagogia y la posibilidad de nuevas pandemias. Al contrario, la salud personal y social será descubrir aquello que antes ya teníamos pero no sabíamos que podía contentarnos; ansiábamos pero no sabíamos alcanzar; no respetábamos y queríamos conservar; sabíamos que teníamos que corregir pero aceptábamos sin enmendar; o padecíamos y no sabíamos cómo resolver.

Permitánme, siquiera por un párrafo, ser optimista. La crisis está teniendo aspectos positivos. Actitudes ejemplares de profesionales, empresarios, donantes, ciudadanos y algunos políticos dignos. También, en no pocos casos, hemos experimentado recuperaciones muy estimables como el disfrute del hogar y la familia, las llamadas y los afectuosos mensajes de los amigos, los gestos de amabilidad de los vecinos. Hemos pensado en nuestra circunstancia temporal y han renacido propósitos apreciables. En apariencia semeja que en lo inmediato desistiremos de aquello que nos ha atenazado durante décadas: prisas, ambiciones, adherencias innecesarias, etc... Todo eso que, como diría Pablo Neruda, se nos fue agregando “de tanto rodar por el río”.

El anterior no era ni el mejor ni el peor de los mundos. Y si para algo ha de servir esta triste experiencia es para saber que podemos prosperar partiendo de nosotros mismos, no en un sentido dogmático ni impuesto. Lo lograremos si aplicamos más sentido común, ejercemos el acercamiento real al núcleo familiar, participamos de la sociedad con cierto entendimiento y sensibilidad y trabajamos con responsabilidad.

No deberían ser necesarias las catástrofes para entender que la normalidad es eso, lo otro, los otros, el afecto expresado y desacomplejado, el equilibrio, el término medio, el compartir, el esforzarse para logar objetivos sensatos.

Pero, y ahora vuelvo al pesimismo, la normalidad es un concepto subjetivo, inconcreto, difícil de definir. “De cerca, nadie es normal”, concluyó hace años el músico brasileño Caetano Veloso. Somos un animal voluble y circunstanciado, olvidamos pronto las lecciones y tropezaremos de nuevo en las rutinas.

El periodista polaco Ryszard Kapuscinsk, narra  en “Lapidarium IV”, como en el Norte de Nigeria, visitó una tribu seminómada. “Hacía años, unos oficinistas les habían llevado un televisor alimentado por una batería. Lo estuvieron utilizando hasta que la batería se descargó. Entonces lo tiraron y volvieron a su anterior vida nómada, a todo aquello que formaba parte de la vida de sus hermanos tribales desde hacía mil años. La anécdota le llevó a la siguiente reflexión: “por un momento, la vida se ve alterada por una novedad, algo interesante pero artificial. Luego desaparece. Y la vida sigue como antes, como siempre”.

Esperemos que no tenga que llegar otra infección, atentado o catástrofe, para descubrir que podemos ser algo más normales cada día por difícil que sea entender lo qué es esto. Somos humanos, soñamos con algo mejor, tenemos esperanzas y la batería se nos terminará un día inesperado. Ejerzan su vida con intensidad en el ahora.

Les envío mi abrazo y mis mejores deseos. Carpe Diem.

Te puede interesar