Opinión

Viernes de Dolores y del gran dolor

Podemos, si usted quiere, seguir hablando del caso de 'las Dolores', Cospedal y Delgado, asuntos tan próximos y tan distantes, hasta el momento, en su resolución. Ya sé que son `affaires` vistosos, que han acaparado los titulares merecidos para estas cuestiones tan ¿pringosas? Pero también son, de alguna manera, temas anecdóticos, casi menores. Porque estamos hoy ante un viernes del dolor, un viernes más, al repasar no solo lo que ha ocurrido (y, en el segundo caso, ocurrirá) con Dolores de Cospedal y Dolores Delgado, sino también, sobre todo, lo que está sucediendo en un panorama político-social-cultural que resulta abrumadoramente, aplastantemente, nefasto y peligroso. La radiografía de lo-que-está-pasando y de lo que, sin embargo, no se hace para remediarlo, es muestra de una enfermedad dolorosa. Y seria.
Lo ocurrido en las últimas horas entre el Tribunal Supremo y el supremo poder del país, o sea, el jefe del Ejecutivo, es una grave quiebra en un Estado de Derecho, en el que el Gobierno tiene abiertas muy serias vías de agua, el Legislativo simplemente ha dejado de funcionar coherentemente y el Judicial... ay, el Judicial. Únase a ello la brecha de imagen que Pedro Sánchez ha abierto con el cuarto poder al que Montesquieu no llegó a definir, la Banca, que tendrá que pagar el impuesto de las hipotecas (bueno, ya sabemos usted y yo quién acabará pagando el ya célebre Impuesto de Actos Jurídicos Documentados). El estallido de los poderes clásicos en los que se sustenta una democracia.
El jefe del Ejecutivo se enfrenta con el máximo representante del Judicial, Carlos Lesmes, quien a su vez culpa a las leyes deficientes (aprobadas por el Legislativo) del enorme fiasco de la 'sentencia movediza' sobre las hipotecas. Y los del quinto poder, que va a la baja, es decir, los medios, ya no dan abasto a la hora de contar como pueden y a la de analizar de manera completa -lo que es ya casi imposible- el cúmulo de despropósitos que apenan a la vieja piel de toro poblada por nosotros, los españoles de las varias Españas que nos hielan el corazón cada día.
Debilitar, desde el atril de La Moncloa, al Tribunal Supremo que se encargará (y no, no es mezclar churras con merinas) de sentar dentro de un par de meses a los secesionistas catalanes en el que será 'el juicio del siglo', es, simplemente, un despropósito aún mayor que el del propio Alto Tribunal encargándose de desacreditarse a sí mismo. Incomprensible, por cierto, que no haya dimitido de sus funciones el magistrado Díez-Picazo, que fue quien, desde su presidencia de la sala de lo Contencioso-Administrativo, lideró el desastre hipotecario. Claro que, en punto a dimisiones, tampoco se entiende que no lo haya hecho la 'otra Dolores', es decir, la ministra de Justicia, desaparecida en combate contra Villarejo cuando más se necesitaba su presencia en todos estos casos que afectan a su Ministerio, incluyendo también lo de la sentencia de Estrasburgo contra España, favoreciendo la demanda de Arnaldo Otegi, hoy en las fotos con Puigdemont, el gran enemigo del Estado.
Sánchez salió al quite, corrigiendo la plana al Tribunal: será la banca quien pague el tristemente famoso impuesto -que bien podría suprimirse, dicen los expertos- y no el ciudadano... que, en todo caso, ya digo, acabará pagando de una forma u otra. Apenas ha habido un solo editorial que haya aplaudido esta salida, aprisa y corriendo -ni fundamentada estaba aún por el Tribunal su fallo-, del presidente del Gobierno a la sala de prensa de Moncloa, una comparecencia casi tan, ejem, 'celebrada' como la de Trump regañando la osadía de un periodista de la CNN, y conste que no es por comparar, porque lo del norteamericano no tiene parangón posible. Lo que ocurre es que Sánchez se está volviendo, paradójicamente, tan inmovilista como Rajoy: solo sale al atril monclovita para huir hacia adelante, pero ni procede a la inevitable crisis de su Gobierno, ni convoca un debate parlamentario sobre el estado de la nación, ni, claro, convoca elecciones de una vez.
Cuando se analiza globalmente la circunstancia que vivimos, esta crisis política que llevamos arrastrando desde hace ya tres años, un cierto tinte de rubor invade nuestras conciencias ciudadanas. Sesión de control parlamentario tras sesión de control parlamentario, referencia de Consejo de Ministros tras referencia de Consejo de Ministros, tesis doctoral tras master, focos de corrupción tras focos -pasados, eso sí- de corrupción, fiasco tras fiasco con la momia de Franco, que, manda carallo, debe estar muriéndose otra vez de la risa allá abajo, nada hay apenas que suscite una esperanza en la regeneración. De acuerdo, vemos a los dos líderes de la oposición atrayendo, el uno con una 'cumbre liberal' en Madrid, el otro desde una 'cumbre conservadora' en Helsinki, apoyos a sus respectivas causas; tratan, al menos, de fortalecerse con sus aliados europeos. Pero, quitando esa pretensión, sin duda electoralista, poco o nada constructivo vemos en el panorama del secarral político que habitamos.
Jamás me gustó generalizar sobre el comportamiento de eso que, quizá impropiamente, dio en llamarse 'clase política'. Pero pocas veces en mi ya larga vida de mirón/comentarista de lo que ocurre he sentido esta sensación de vergüenza, mezclada con una cierta indignación. Duele, ya digo. Y, por si fuera poco, llega alguna lumbrera de Podemos y quiere extender la dictadura franquista hasta los tiempos de UCD, estableciendo -qué desconocimiento, Dios- nuevas fronteras temporales a la Transición, esa buena historia de la que nos sentíamos tan orgullosos. País.

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