Opinión

#Queacojone

Ayer pensaba no salir de casa. Atrincherarme en el salón, provisionarme de cerveza y ver las fieras corrupias desde el plasma. La Bestia del Apocalipsis, la Hidra de aliento venenoso que, consigna tras consigna, serpenteó por las calles de nuestras ciudades deseando asesinar sin piedad a cualquier hombre que se cruce en su camino: “Cuidado, machista, estás en nuestra lista”, “somos malas, podemos ser peores”, “estamos hasta el coño de vuestros cojones”. Y así.
 Pero salí. Y lo hice con la cabeza bien alta: jamás vejé, ni mucho menos pegué a una mujer por el hecho de serlo; jamás me facilitaron una entrevista de trabajo, ni me cedieron un puesto preferente, ni me consideraron más que a una mujer por el hecho de no serlo, y en el naufragio diario de la vida, jamás dudé en poner primero por delante los derechos de los niños y las féminas. Así pues, no soy el hombre que buscan.
Salí con la cabeza bien erguida, en nombre de los miles y miles de hombres que hoy salieron a la mar, los pescadores de bajura, los de altura, los de los buques mercantes, los de los submarinos, los que se cagan de miedo en cada temporal, los que conviven en un camarote menor que la celda de una cárcel, los que se vuelven alcohólicos de tanta soledad y tanto desarraigo. 
 Salí en nombre de los miles y miles de camioneros que viven –y mueren- en las autopistas; que duermen solos, beben solos, sufren solos, refugiados en las áreas de servicio; que se sienten hostigados por el cliente, ninguneados por la empresa y acosados por la policía; que hablan por el traductor de Google con rumanos, bielorrusos, italianos, húngaros, siempre de los mismo: del hogar que tanto echan de menos, como Ulises.
 Salí en nombre de los miles y miles de obreros de la construcción y del naval: encofradores, cristaleros, soldadores, mineros, submarinistas, caldereros que viven sobre un andamio, colgados de punta a punta del cielo; o bajo tierra o agua; o a la intemperie, a menos cinco grados en invierno y a más de cuarenta en el estío. 
 Salí en nombre de los miles y miles de autónomos, esclavos por cuenta propia, negreros de sí mismos que saben que un empleado es un enemigo a sueldo: los panaderos, los zapateros, los pescaderos, los electricistas, los fontaneros, los mecánicos, los pintores de brocha gorda y el chino de la esquina. 
 Salí, sí, acojonado, pero con la cabeza bien erguida: Si ellos se pararan, ¡ay!, entonces sí que se pararía el mundo.

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