Opinión

Los nuevos poderes fácticos

Siempre me llamó mucho la atención el hecho de que, al menos una parte sustancial de nuestra sociedad, considerase como una muestra de progresismo militante la práctica del budismo mientras atribuía una clara connotación carca y retrograda a la condición de cristiano cuando es más que posible que, humanísticamente considerado, lo que suceda es que el budismo, del cual y por cierto el cristianismo tomó prestados no pocos símbolos y principios, disfrute en mayor medida de tal y poco considerada distinción.
Pues lo mismo sucede con el pensamiento en el que nuestra sociedad se envuelve y determina y, así, cualquier pensador decimonónico, se nos antoja autor de obsolescencias significativas mientras que, al pensamiento de Karl Marx (1818/1883), se le conceden una actualidad y una vigencia (que aquí no le van a ser negados, conste) pero que nada tienen que ver con la atribuida, por ejemplo, al de John Stuart Mill (1806/1873) que sí suele ser discutido quizá con más y mayor vehemencia de la debida cuando es de una actualidad tan vigente como la de contemporáneo. a no ser, claro está, que sigamos moviéndonos por dogmas.
Se me vinieron estas simplezas a la cabeza al constatar, demasiadas veces a lo largo de una semana, la sistemática conculcación de las libertades que se está llevando a cabo, de un lado y de otro, en esa interminable dolora -entendido sea el término al modo usado por Ramón de la Cruz, autor de aquellas inefables tragedias para reír o sainetes para llorar- en la que se nos está convirtiendo el llamado "process catalá", ya saben, ese que todavía no culminó ni trazas lleva. Me vino a la cabeza tal y atravesado pensamiento al creer recordar una afirmación del pensador inglés en la que se da a entender, o yo así lo entendí en su momento, que la libertad no consista en otra cosa más que en la protección contra la tiranía de los poderes políticos. La pregunta es entonces si las gentes que formamos y sostenemos el Estado, la ciudadanía, consideradas individualizada y colectivamente, estamos realmente protegidos contra el exceso de poder hoy acumulado por los políticos. Por unos y por otros.
Incluso se podría afirmar que el mundo político detenta demasiada acumulación de poder y de control sobre el resto de los poderes que debieran regirnos de esa forma tan equilibrada y acaso quimérica que propuso Montesquieu y que pese a los anuncios o a los deseos de Alfonso Guerra, expresados en su momento, todavía debe permanecer vigente.
El ejemplo proporcionado desde los ámbitos del poder político catalán y el igualmente mostrado en el ámbito del central, centrados en sí mismos y en sus propias aspiraciones mucho más que en las de la otra parte o en las del conjunto de una ciudadanía que asiste impávida al triste y lamentable espectáculo que se le ofrece, justifica en no pequeña medida la necesidad de que los poderes políticos no se enquisten en sí mismos regulando y controlando ese poder con leyes más avenidas con las realidades sociales actualmente vigentes.
Me gustaría reproducir aquí el espléndido artículo que Xosé L. Barreiro publicó el sábado pasado en el que lo hace habitualmente. No es posible, les remito a ustedes a la pertinente hemeroteca. En él se describe como sólo una persona no hace lo que debe, pero como es ella la única que se sale con la suya, mientras que todas las demás, haciendo lo que deben y cumpliendo con las leyes, coadyuvan a que el transgresor acabe saliéndose con la suya. No fallan ellos, fallan las normas por las que se rigen. Llegado el caso el ejercicio del poder se vuelve un laberinto creado por él mismo. ¿Solución? Adecuar las normas a la realidad actual.
La Constitución sirvió, entre otras muchas cosas, para privar a algunos de los hasta entonces llamados poderes fácticos de seguir ocupando un lugar que no les correspondía, para que fuesen otros quienes los ocupasen, una vez llegada la democracia. ¿Ejemplos? La Iglesia Católica y el Ejército, si les vale. El problema es que desde entonces esos otros que han ocupado sus lugares se han perdido en el laberinto de la propia democracia representativa y generado líos como los que estamos viviendo. El poder político, sea el central, sea el autonómico, no deben permanecer por encima de otros a los que, con toda evidencia, parecen dominar y controlar mientras que en ellos apenas lo son. Incluso pudiera haber un segundo poder fáctico en alza ejerciente de esa llamémosle facticidad del poder, de esa desmedida hegemonía de la que disfruta de un modo que empieza a mostrarse indeseable y necesitado de una legislación actualizada. Entiéndase que nos estamos refiriendo a todo lo que ha hecho posible la parición del concepto posverdad y vigentes los efectos que su utilización genera. 
Al lado de la necesidad de que algunos medios de comunicación masiva vean adecuada su presencia con la realidad del verdadero cuarto poder en el que se han convertido, al abandonar la necesidad de una información veraz por la conveniencia de unos intereses satisfechos, camina la de que las redes sociales y aquellos que las usan vean reguladas por normas las prácticamente ilimitadas facultades de manipulación que su uso les está ofreciendo pues, también ahí, en el poder casi omnímodo del que disfrutan, se hace necesaria la protección del individuo contra la tiranía de los diversos poderes que lo someten. ¿Cómo? Legislando de nuevo, enmendando y corrigiendo la legislación que esté pidiendo enmiendas y correcciones de modo que los ¿nuevos? poderes fácticos regresen a ocupar los lugares que les correspondan. Hay que releer a Stuart Mill, inexcusablemente, por si acaso y por si con el budismo no nos fuese suficiente.

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