Opinión

La guerra de las bacterias

Mi abuelo José acostumbraba a matar los cerdos en las traseras de su vivienda, a la vista del pueblo. Lo hacía por tradición, para evitar que la familia fuera tildada de judía o de mora. El gesto era como un pregón de cristianos viejos. La matanza podía resolverse en los patios o corrales de la casa porque los viejos prejuicios medievales e inquisitoriales se habían enterrado mucho tiempo atrás. Pero resultaba más oportuno mantener la tradición convertida en fiesta familiar y para el vecindario. Lucir los tres o cuatro cerdos, desangrarlos, chamuscarlos, colgarlos, descuartizarlos con sabiduría, llenar las artesas con la carne picada cuyo final se llamaba chorizos, salchichones, morcillas varias… jamones dormidos en los lechos de sal, tocinos con vetas, chuletas, lomos, chicharrones… y el juego preferido de los pequeños, el premio de una vejiga inflada para jugar a la pelota… ¡Con qué placer y seguridad comíamos todos aquellos productos a lo largo del año! Hasta el final de la década de los cincuenta no empezó a aparecer el veterinario para tomar una muestra y dar el visto bueno al consumo. ¡Para evitar la triquinosis -decía mi abuelo-, un concepto maldito!
En estos días cuando el país anda revuelto por culpa de esa nueva palabra recién llegada al diccionario popular, listeria, no he podido evitar preguntarme si ya existiría semejante bacteria en las matanzas de mi infancia. Allí, en medio de la calle, o en los instrumentos de los matarifes, en los delantales de las matanceras, en las maquinas manuales de picar la carne y embuchar las chacinas… No, seguramente las bacterias de entonces eran más consideradas con la raza humana porque aún no les habíamos declarado la guerra, ni nos habíamos propuesto exterminarlas con los más sofisticados venenos nacidos de la imaginación científica y comercial. Seguramente las bacterias antiguas, antes de mutar y formar ejércitos propios, respetaban las reglas del juego de la naturaleza. Sin embargo ahora las perseguimos en las cocinas, en los cuartos de baño, en las lavanderías, en las tiendas… no existe rincón de la desinfectada modernidad donde puedan encontrar la paz. Sin embargo ellas genéticamente están seguras de sobrevivirnos, de que ganarán la guerra y serán capaces de configurar un mundo distinto al de estas termitas llamada humanidad. Porque ellas llegaron antes que nosotros, tienen más experiencia de supervivencia y son más resistentes. Además mutan y cualquier individuo alberga en su interior unos cien mil millones de ellas de modo permanente.
El empresario de la carne mechada, tomada como un autobús por las listerias para llegar a los humanos, no recuerda cuánto ha invertido en lejía para matarlas. El empeño ha sido infructuoso, como las inspecciones de sanidad, como las normas de seguridad alimentaria, como las disputas de los políticos para eludir responsabilidades… las bacterias han sido más inteligentes para desgracia de casi dos centenares de personas afectadas y tres fallecidas, por el momento.
Una vez más la industria alimentaria, como sucedió con las vacas locas, el aceite de colza, el alcohol metílico… muestra su debilidad. En el caso de la listeria no por avaricia ni falsificación como en aquellas, sino por la impotencia e impericia del carnicero frente a una guerra bacteriológica de película de terror.

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