Opinión

La España (in)moderada

La moderación huye de las tierras españolas, tanto al Este como al Oeste, al Norte o al Sur. Tolerancia, flexibilidad, diálogo, son palabras que van siendo sustituidas por griterío, rigidez, censura. No había sino que ver lo que ocurrió en las calles de Barcelona con motivo de la presencia del Rey este domingo por la tarde-noche: los intolerantes no querían permitir siquiera la presencia del jefe del Estado en lo que antes se llamó la Ciudad Condal. Y lo peor es que la intolerancia se extendió a las principales autoridades `locales`, que deberían haber acogido oficialmente a Felipe VI, que superó como pudo el mal trago. Un mal trago más, en esta España que, desde cada bando, se va cerrando en tablas.
He podido recorrer casi toda España desde que, a finales de noviembre, realicé la primera presentación de mi último libro en Madrid: he tenido la ocasión privilegiada de hacer una encuesta personal, mirando a los ojos a unas mil seiscientas personas congregadas en sucesivos actos desde Vigo hasta Sevilla o Málaga, desde Santander hasta Granada, desde Barcelona hasta Don Benito. He viajado a todas las autonomías, excepto dos, una tan polémica como Baleares, que visitaré pronto, y en todas he asistido a actos con estudiantes y a otros con gentes que querían acompañarme en las presentaciones. Sin lugar a dudas, he constatado, en general, un endurecimiento de las posiciones. La separación entre catalanes -en general- y el resto de los españoles es ya pavorosa: nada, pero nada, tiene que ver lo que se habla en las calles de Barcelona con lo que he escuchado en Salamanca, Alicante, Santander o, incluso, Valencia. O Bilbao. Y lo confieso: estoy preocupado.
Sí, me preocupa mucho la ausencia de verdadero debate, el aferrarse de cada cual a sus posiciones: a uno le acusan de `blando` (incluso, sí, en Barcelona, me lo lanzaron a la cara miembros de la Sociedad Civil) por opinar que acaso la prisión provisional contra Junqueras y sus compañeros de desventura se prolonga ya demasiado. A uno, tengo que decirlo, le han llegado a llamar `independentista` por defender posiciones moderadas, un acercamiento en el diálogo, aun reconociendo que los secesionistas, muy especialmente el enloquecido Puigdemont, están poniendo muy difícil eso de dialogar con ellos; ¿dónde han quedado los a mi juicio laudables intentos de Soraya Sáenz de Santamaría por acercar posiciones con Oriol Junqueras?
Leo minoritarios editoriales periodísticos que, como yo mismo, parecen preocupados ante la involución que suponen censuras a artistas -o así se autocalifican--, titiriteros y tuiteros, cantantes, escritores*y algún periodista. Parece que desde algún centro de poder se trata de defender las esencias patrias a base de intentar callar a quienquiera que piense (y se exprese) de manera diferente, `inconveniente`. Y lo peor es que este repliegue, quizá más aparente que real por el momento, encuentra cada vez menos reprobación social, que es algo que, como ya digo, he podido comprobar en mi personal `encuesta de los mil seiscientos`, para lo que valga.
He visto, en fin, el rostro del Rey en la ya famosa cena del Mobile World Congress: preocupado, tremendamente serio ante un president del Parlament, enfrente suyo en la mesa, que portaba el lazo amarillo en la solapa, a lo que tiene, claro, perfecto derecho, al margen de lo (mal) educado del gesto hacia el jefe del Estado. Que, por cierto, es quien más y mejor representa a la España moderada contra la que cada día, en la orilla que sea, lo es menos. De Felipe VI, de Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Albert Rivera y hasta, en lo posible, de Pablo Iglesias, depende mucho que esa moderación regrese a nuestros pagos. De ellos, claro, y de los independentistas, cada vez alejados del Estado, como pudo verse de nuevo este domingo, por si necesario fuere.
Uno, en la humilde medida de sus posibilidades y en lo que le dejen, seguirá intentándolo en coloquios y debates, en tertulias radiofónicas y televisivas o en artículos como este. Pienso que todos, cada cual en lo que le toque, deberíamos contribuir a que el griterío de los torquemadas y savonarolas de unos y otros lados se aminore hasta, si se pudiese, desaparecer.

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