Opinión

En la antesala del Paraíso

Allá se fueron los años de la juventud durante los que, llegadas las vacaciones de Navidad, abandonando Ourense, cual era mi caso, nos bañábamos en las frías aguas de las Corbaceiras. Entonces aún estaban limpias; entonces, no hacía demasiados años que se corrían delfines en ellas. Una cruenta carnicería con la que los mariñeiros de A Moureira, pretendían evitar que las traineras regresasen sin sardinas. 
En A Moureira estuvo el astillero que vio crecer la “Santa María” para que Colón pudiese llegar a América. Nosotros nos bañábamos en sus frías aguas de enero, enfrente mismo de A Puntada en la que todavía destacaba fácilmente la Casa del Almirante, la Casa de Colón. Desde entonces no he vuelto por allí. El otro día, en Poio, me pareció ver señalizado un desvío que lleva hasta ella. Tendré que seguirlo. Lo haré algún día. Pero ya no desde las Corbaceiras, ya no en enero, nadando en las frías aguas, como cuando era joven y atrevido; ahora el cuerpo pide las aguas cálidas del Mediterráneo. No las de la Costa Azul, que nada tienen que envidiar a las gallegas y nuestras, sino a estas del Levante español ahora tan díscolo y, en ocasiones, se diría que tan ajeno.
Escribo, desde la costa alicantina; lo hago desde un lugar llamado El Altet, que viene siendo algo así como O Outeriño. Se trata de un espacio ameno, justo a la orilla de un mar de aguas cálidas y me temo que algo traicioneras; al menos algo atravesadas. O así se me antojan a mi sus corrientes, las mareas que van y vienen sin alterar apenas su altura y te llevan y te traen hasta que te sumerges y acabas por flotar al cabo de unos días pero ya inerme.
El hecho de permanecer en el agua durante una o dos horas es un placer que tenía olvidado; sin embargo, añoro la decisión de adentrarme en el mar como me adentraba antaño. ¿A dónde irás que no te lleve él en vez de hacerlo a instancias de tu voluntad? La playa es enorme, las montañas que puedes contemplar desde ella, ariscas y lejanas, son las más feas que haya visto jamás. El baño es entonces demorado y tranquilo, tan plácido que, si no cansa, aburre. Por eso la laxitud llega no con el cansancio, pero sí con el tiempo de permanencia en el agua.
En cambio, la casa de Paloma y Javier, es amena. Tiene un jardín que es como la antesala del paraíso, frondoso y colorido, invadido de aromas, en el que el tiempo se desliza con la serenidad del agua que fluye mansamente; mientras, Javier Rojo pinta formas -tan escuetas como los versos de cualquier haiku japonés, por las que Mastmo Basho hubiera padecido envidia- al dotar de tal intensidad a los significantes como pudiera hacerlo el mismo Basho. La diferencia es que mientras aquellos versos del poeta japonés iluminan abismos, advirtiendo de su profundidad, pero sin dejar ni siquiera atisbar su fondo, los cuadros de Javier, iba a decir los haikus de Javier, te elevan sobre la fealdad de las montañas que tantas veces constituyen el entorno que habitamos.
Javier pinta cuadros que ayudan a volar sobre los abismos. Lo hace en gris algunas veces; en medio de colores dispuestos como en una sinfonía, en otras; en sugerentes geografías del alma en muchas otras. Mientras tanto Paloma acoge y contagia todo lo que toca y gobierna y dispone el colorido de las flores. Me gusta Alicante porque tiene un jardín cuidado por mis amigos en el que siento que me elevo; después desciendo y regreso a la playa, nado un poco, escapo del sol del equinoccio y regreso a casa. El resto es lo que mi difunto padre llamaba la puñetera prosa de la vida. Quiero decir que llevo unos días sin apenas prestarle atención a los noticieros de la tele, mucha menos a las tertulias que en ella se celebran. Incluso apenas leo, ni libros, ni periódicos. Esto es Jauja. A última hora de la tarde las golondrinas salen de sus nidos y vuelan y revuelan el aire del atardecer que, quizá gracias a sus aleteos, se vuelve algo más fresco de lo que fue todo a lo largo del día. Es el único calor que se siente. En las terrazas de los chiringuitos que bordean la playa nadie habla, al menos que yo hayan oído, de la que se avecina en Cataluña, de la que se nos avecina a todos mientras algunos pesimistas y soplagaitas como yo no hacemos más que recordar los tiempos de la República de Weimar aquellos que la Historia convirtió en heraldos de los que los continuarían.
Una vez llegado octubre ¿se nos convertirá Rajoy en un estadista, en un hombre de Estado, capaz de marcar tiempos y distancias como un poeta japonés o un pintor segoviano o, bien por el contrario, dejará aflorar todo aquello que a nadie nos gustaría tener que recordar? Temiéndome una cosa no hago más que desear la otra. Me pregunto si les pasará igual a ustedes, infatigables lectores, capaces de haber llegado hasta aquí impelidos, acaso, por un viejo afán que consiste en terminar todo aquello que se empieza. Lo digo porque hace casi medio siglo que empezamos la democracia y asombramos al mundo y sería hermoso continuar con ella -en ese camino lleno de enmiendas y de correcciones que todas ellas, todas las constituciones, reclaman una vez que los tiempos son ya otros- pero me temo que esto ni los poetas sean capaces de arreglarlo.

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