Opinión

Elogio fúnebre al último presidente de la vieja era

Se despidió Rajoy, que parecía humanamente emocionado por primera vez en su vida, con un elegante y breve -demasiado breve- parlamento en el que se ufanaba de haber dejado una España mejor de la que encontró. No sé; creo que, en efecto, está mejor que en 2011 en algunas cosas, y peor en otras. Entre estas últimas, las formas, que en política son tan importantes como el fondo; resultó impresentable su mutis por el foro en la tarde, toda la tarde -menuda sobremesa-, de la primera jornada de la moción de censura. Y creo que el conjunto de la puesta en escena del 'adiós del PP a las mieles del poder' fue, comenzando por el discurso inaceptable y desenfocado del portavoz parlamentario Rafael Hernando, un enorme error de comunicación. Uno más.
Es la hora, creo, de hacer la crítica razonable y razonada a Rajoy, que no supo preparar ordenadamente su sucesión porque se rodeó de una cohorte de aplaudidores que le convencieron, nadie es inmune a la lisonja, de que todo lo estaba haciendo bien. Y no: desde la política en Cataluña hasta la cerrazón interna en el partido eran sogas para acabar, como ha acabado, ahorcado.
Rajoy ha sido el último presidente de la vieja era. Cuarenta y dos años a borde del coche oficial son un montón de años, y ya se sabe que el poder que se prolonga demasiado tiende a convencerte de que todo lo mereces, todo te será impune. Desde las corruptelas económicas hasta esas maniobras orquestales en la oscuridad, también corruptelas, que lo mismo propician la desgracia de un periodista incómodo que llevan al amigo hasta una embajada inmerecida, dicho sea apenas con ánimo de poner un par de ejemplos.
Pero también ha marcado una época en lo bueno, y no es un elogio gratuito y compasivo lo que este cronista, que tantas veces ha pedido la marcha de Rajoy y su sustitución por alguien más reformista como Núñez Feijoo, pretende. Supo mantener la calma del viejo marino cuando arreciaban tormentas externas e internas y se mostró como un patriota ante no pocas crisis, en las que derrochó un exasperante, por lo lento y poco espectacular, sentido común. Cierto: mejoramos en lo económico y seguramente empeoramos en lo moral, en la empatía de los ciudadanos hacia sus representantes, en la cercanía a la gente de la calle. Mejoraban los datos económicos, empeoraba la calidad de la democracia, aunque, al menos, se han mantenido las formas.
Todo esto habrá de tenerlo muy en cuenta el nuevo presidente. Pedro Sánchez, que llega a la cúspide en plena anormalidad política, sin haber pasado por las urnas, aupado por un conjunto de fuerzas distintas y distantes, algunas de las cuales más que en construir España piensan en cómo destruirla, tendría, lo primero de todo, que normalizar el país. Y eso sólo se conseguirá convocando inmediatas elecciones: ¿por qué no disolver las cámaras el 30 de agosto, convocando elecciones para el 28 de octubre, fecha emblemática para el PSOE? Lo segundo que tendrá que abordar Sánchez, que ha llegado a La Moncloa sin siquiera esbozar un programa de Gobierno mínimamente articulado, será la formación de su Ejecutivo: ¿sabrá cerrar heridas, combinar a los veteranos a los que pisoteó con elementos jóvenes, con catalanes que signifiquen una mano tendida al secesionismo irredento?
Yo, ahora mismo, he de mostrar mi escepticismo: me parece que Sánchez llega dispuesto a disfrutar como un niño, todo el tiempo que pueda, del regalo, en forma de palacio de La Moncloa, que le ha hecho el destino. Y no estoy seguro de cómo piensa encarar el nuevo hombre más poderoso de España sus primeros cien días de mandato. Uno, que, remedando lo que le gritaron a Zapatero cuando ganó aquellas elecciones locas de marzo de 2004, "ZP, no nos falles", escribió un comentario que dolió a Sánchez, titulado "Pedro, no nos falles más", se atreve a desearle, desde la distancia, los mejores éxitos. Porque esos éxitos, los merezca o no, redundarán en el bienestar de los españoles. Que es de lo que se trata, ¿no, Pedro?

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