Opinión

Ciega ansia de poder

Acabo de releer las cien primeas páginas. Al escribir Koba, el temible, Martin Amis hace una extraordinaria aproximación al régimen de hambruna, terror y muerte con el que Stalin sometió a su pueblo, declarando un importante punto débil del pensamiento del siglo XX: la obstinada condescendencia de la intelectualidad occidental ante el comunismo.
Habría que analizar en profundidad las razones por las cuales se han silenciado durante décadas los 120 millones de muertes que desde principios del siglo XX ha causado directamente este régimen, la miserable vida que han tenido que llevar sus súbditos y lo odiosamente corruptas que han sido las élites que los han mantenido. Mientras que al nazismo y a dictaduras como la española se les ha condenado justa y rotundamente, el comunismo ha salido impune. ¿Por qué razón no se le ha estudiado en profundidad? ¿Por qué no han salido a la luz los hechos que los gobiernos soviéticos no han querido revelar? ¿Por qué están permitidos y hasta bien vistos los partidos, símbolos y homenajes vinculados con esta ideología? Parece que ha pervivido hasta nuestros días una especie de ortodoxia dominante, muy eficaz, asumida por la intelectualidad contemporánea que, con un absoluto desprecio a la verdad histórica, repulsa con contundencia un tipo de totalitarismo pero muestra una asombrosa tolerancia hacia otros. George Orwell, en su inefable sátira al estalinismo Rebelión en la granja nos lo pone en bandeja. El único mandamiento que no había sido modificado por los cerditos revolucionarios (“Todos los animales son iguales”) también  termina finalmente por rectificarse: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Sublime. Resulta de lo más cómodo ser comunista en países capitalistas, cuando no te obligan a serlo.
La sociedad actual, lejos de condenarlo, ha prolongado su tenaz empeño en blanquearlo y los postulados comunistas resultan abiertamente consentidos en la comunidad educativa, permanecen presentes en los medios de comunicación y, pasmosamente, influyen en el discurso y la acción política de los gobernantes democráticos. La Ley de Memoria Histórica (que incluye algunas cosas razonables) comete un flagrante agravio  comparativo al mantener innumerables calles, monumentos, y todo tipo de de menciones al pelotón comunista mientras que es implacable con los que son de estética y rememoración franquista. Son contados los intelectuales que condenan el régimen que oprime a la población venezolana y cubana y, son menos aún, los que reprenden abiertamente que Pedro Sánchez y su cónyuge se paseen amistosamente con el presidente de Cuba y miembros de su gobierno que someten a la isla, desde hace 60 años, a una infame pesadilla, sin que haya querido reunirse con un solo demócrata.
En su agenda nacional, sin embargo, apresura la exhumación de los restos de Franco, estando todavía por ver la manera en la que vaya a salir del morrocotudo lío en el que se ha metido. Curioso gesto el de alguien que relaja su ímpetu crítico con aquellos dictadores vivos y generalmente pro comunistas, mientras que se emplea ruidosa y tenazmente con aquellos próximos aunque ya muertos, removiendo sentimientos que ya hace mucho tiempo debieron quedar en el olvido. ¡Qué gran amenaza es la cobardía para la libertad!
Su repentino frenesí ecologista proclama de la noche al día el obligado cambio de combustible a todo el parque móvil del país. Sin embargo, su motor es de los antiguos. Sigue necesitando del franquismo para hacer funcionar su viejo motor electoral. En el primer caso, le trajo sin cuidado el impacto que su ocurrencia visionaria pudiera tener en sectores para los que trabajan cientos de miles de personas. En el segundo, no tiene reparo en volver a menear conciencias y excitar sensibilidades para que sus compatriotas vuelvan a enfrentarse en un debate caduco y trasnochado. Pero el franquismo lo hace todo un hombre. Todo para él es válido, incluso, gobernar con los comunistas.

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