Opinión

Churrasco, bacalao y chicas

Fui educado en un colegio británico segregado en Buenos Aires, estudiando las asignaturas del currículo de la Universidad de Cambridge, pero gracias a las leyes de educación, también completé el bachillerato argentino. Por la mañana profesores en castellano y por la tarde los ingleses. Puedo presumir de una verdadera educación bilingüe.
 Ahora bien, todo el resto era la vida de otro chaval porteño acostumbrado entre otras cosas a la parrillada mixta de asado de tira, mollejas, chinchulines y el típico chorizo criollo. El único pescado conocido era el pejerrey. Tipo sardina, pero de río. Al acercarme la edad peligrosa de la adolescencia como todo jovenzuelo despertaron las hormonas. ¡Chicas latinas! A los 17 años cumplidos, después de aprobar un examen ‘especial’ del Cable Ingles embarque en el ‘Andes’ de la Mala Real Inglesa rumbo a la escuela de ingeniería en Porthcurno, Cornualles. Casi aislado del mundanal ruido, el pueblo más cercano era Penzance. La única comunicación era por autobús con un horario antediluviano o comprarme una moto así poder disfrutar el fin de semana después de los estudios. Pero a lo que voy. Aunque el Reino Unido presumía de la ganadería puntera del mundo con razas como el Aberdeen Angus y el Shorthorn, el comedor del colegio ofrecía un desayuno típico de bacón con huevos frito, por un lado, bacalao o arenque ahumando por otro. 
Al medio día unos platos indescriptibles y la noche, galletas con queso. ¿Y las chicas? Fin de semana. Sábado: un partido de rugby seguido por almuerzo en un furrancho con platos únicos de rosbif, pavo o cerdo con puré y verduras. Vino ni hablar. Pinta de cerveza. Ahora la noche. Ir a bailar y buscar ‘chicas’ en un enorme salón con orquesta de rock. Elvis el Rey. Los Beatles aun en pañales. Lo dejo ahí, porque si ligábamos era salir el domingo y punto. Yo, cero patatero. Acabé los estudios y me destinan a Vigo, pero tampoco era mi ‘Buenos Aires querido’ como cantaba Gardel. Por lo menos el sustituto era el bistec de Moaña con patatas fritas o ensalada mixta sin faltar el vino del ribero. Una recompensa a medias hasta que descubrí el marisco. Lo primero fueron los calamares fritos con un vinito blanco, luego los camarones, centollas y nécoras hasta que un día me atreví a comer pulpo. Ya estaba enganchado. Para comer en un restaurante estaba el Mosquito, el País y el Cendon para mencionar algunos y naturalmente los bares. Había jamón, pero era lo que conocía como ‘crudo’. El de york era ‘cocido’. Un fin de semana en la Cañiza cambio mi paladar. ¿Y las chicas? La adrenalina comenzó a subir al no tener que esperar un fin de semana por si las moscas. Ya saben. 
Bueno, los de Cable eran socios del Club Náutico, con deportes acuáticos y charanga los sábados y festivos. Luego el Grimpola, Jardín Park y el Suevia. Este último no era de ligar. ¡Ah! El Fontoria y el Brasil para ‘otras cosas’. En 1958 por fin me toco lotería y conocí la que es hoy mi mujer. Pero eso es otra historia. Me marché a cumplir el servicio militar en Argentina. ¡Vuelta a la parrillada y ahora el ‘mate’! Luego Chile, país de marisco y un bicho llamado ‘loco’ tipo lapa. Al estar comprometido, me caso por poder. Llega la gallega y nos trasladan a Bolivia. Menú totalmente distinto. Ni me acuerdo porque estaba de luna de miel. Ya saben. El resto de nuestras andanzas por el mundo toco de todo. Chino, iraní, americano, indio. Pero como marisco y jamón, no había como Galicia.

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