Opinión

El brutal cambio de usos y costumbres

En una de esas comidas que se celebran en el madrileño Café Varela, de las que les hablé el otro día, le oí contar algo al presidente del Consejo de Estado, al coruñés José Manuel Romay Beccaría, que no me resistiré a no comentar. Quizá no debiera hacerlo, yo no formaba parte de quienes estaban a su lado, escuchándolo, sino un poco más allá, sentado en una silla próxima a las suyas, pero algo distante. Sin embargo no pude dejar de oírlo. Hablaba de aquellos lejanos tiempos en los que, los que podrían ser llamados los señores de la tierra, las gentes de los pazos o los ejercientes de las llamadas profesiones liberales, por poner dos ejemplos, sentían latente un compromiso con aquellos que pudiesen depender de ellos que ahora ha sido sustituido por el Estado.
Romay Beccaría es un hombre culto, desusadamente culto y preparado en medio de la actual barahúnda formada por la clase política; un hombre de hablar reposado, emitido en tono bajo, que regala libros a sus amigos y esparce consejos con prudencia inusitada. No pude oír mucho más de lo que dejo comentado –alguien reclamó mi atención al otro lado de la mesa- pero me quedé con la copla que me ha hecho estar pensando acerca del hecho de esa vehemencia con la que el ser humano sueña siempre en conseguir la máquina del tiempo sin darse cuenta de que esa máquina es él mismo.
La dificultad de su manejo, del manejo de la tal máquina que habita en nuestra mente intelectiva (hay otra sensitiva y aun alguna más, pero hoy no toca eso) estriba en que hay que llegar a la senectud para poder intentar su manejo con algunos resultados. Se piensa así porque los de mi quinta hemos viajado ya hasta el futuro. Intentaré ponerles un ejemplo de posible manejo y consideración de resultados.
Les decía que los de mi edad hemos viajado desde tiempos en los que vimos arar la tierra con arados de madera iguales a los de la edad neolítica, pasando por los del cambio del sistema de medidas sexagesimal al decimal o desde los de la luz del quinqué y el farol de carburo hasta los de las bombillas led coincidentes con el de los teléfonos móviles o los envíos a Marte de naves  transmisoras de la información que precisamos. Lo hemos hecho sin apenas percibirnos del viaje realizado. Digámoslo de otro modo mucho menos condicionado por la tecnología.
Pensemos en un médico actual y comparémoslo por ejemplo con el que fue mi abuelo, ejerciente en Allariz desde finales del XIX hasta mediados del XX. Entonces tenían establecidas avinzas, igualas que aún se llaman ahora; esto es, contratos por los que ahora a cambio de un dinero mensual, entonces a cambio de especies, atendían a familias enteras. Las avinzas estaban reguladas por los Colegios de Médicos y eran actualizadas con regularidad para evitar competencias desleales entre los profesionales de la medicina. Pues bien, alguien cuyas iniciales se resumen en MPG, así las copio de una reciente tesis doctoral en medicina en la que mi abuelo sale ampliamente citado, tenía una avinza establecida con el padre de mi padre. 
MPG residía en San Mamede de Urrós allá por 1933, y, a cambio de que mi abuelo los atendiese a él y a su esposa junto con los dos hijos habidos con ella, él le entregaba cada año dos tegas de pan. Una tega era el equivalente al trigo con el que se podía sembrar un ferrado de tierra; es decir, entre cuatrocientos y quinientos metros de terreno según en qué lugares de nuestra geografía. Una tega equivalía a doce celemines y un ferrado a doce cuncas o a veinticuatro cuartillos, háganse una idea de cómo se medía entonces cuando se cantaba una cancioncilla que, utilizada para memorizar las equivalencias establecidas entre las medidas tradicionales, sexagesimales, y las nuevas y decimales, concluía afirmando “… me cagho no sistema métrico decimal!”. Tanto había venido este a complicar las cosas al sustituir unas medidas por otras.. De ese mundo venimos gentes como yo, no de otro. Fíjense si hemos viajado en el tiempo. Regresemos ahora al comentario escuchado a Romay Beccaría.
Mi abuelo, que según se cuenta en esa tesis doctoral rechazó  la Medalla del Trabajo y aceptó la de la Orden Civil de Sanidad, quedó viudo en 1936. Durante el resto de su vida, acabada en 1957, vivió solo en una casa que entonces a mi se me antojaba inmensa, en compañía de una nieta que había quedado huérfana y de Rosa, una mujer del cercano Nanín que era la encargada de la gobernación doméstica. Para que se den una idea de cómo era mi abuelo y con él la mayoría de sus colegas de aquel tiempo recordaré como, estando él ya en las últimas, tuvo que oír el reproche cariñoso de un hijo suyo, boticario, que le dijo que parecía mentira que, después de sesenta años de ejercicio de la medicina, les dejase en herencia lo mismo, exactamente lo mismo, que él había recibido de su padre. Mi abuelo se indignó un poco y le contestó algo airadamente con un “¡coño, cómo le iba a haber cobrado a los pobres!”, a lo que mi tío Pepe le contestó riendo: “¡Pues haberle cobrado a los ricos!” con lo que mi abuelo les respondió con ágil rapidez: “¡Esos eran amigos!”. Pues bien, mi abuelo que vivía solo, en compañía de una nieta y de lo que entonces se llamaba una criada, tenía en su casa durante todo el día una mujer que lavaba la ropa de tan escaso numero de personas como las citadas, otra que la planchaba, una tercera que la cosía, alguien que hacía los recados y le cuidaba los caballos en los que se trasladaba a ejercer su profesión y así a un par de ellas más que de vez en cuando aparecían por allí, sin incluir a Pepe y a Jacinto Chanqueiro que le gobernaban las tierras heredadas de su padre. No vayan a creer que tantas pues, mi bisabuelo, abogado, había tenido que ejercer de notario los miércoles en Maceda para poder darle estudios superiores a sus cuatro hijos varones de los ocho que había tenido en su matrimonio. 
Hace años, mi hermano César, estando en un bar Allariz, creo que en el de El Sevilla, que había sido el peluquero de mi abuelo, pudo oír al hijo de una de aquellas mujeres ocupadas en el ingente trabajo deparado por mi abuelo y por mi prima, llamarle explotador a quien no siempre le había retribuido su trabajo con dinero o que, en alguna intención, le ayudó a salir de su casa con comida o con un bollo e pan bajo el brazo. Seguro que nunca se le ocurrió pensar que con la dedicación laboral de Rosa mi abuelo y mi prima debieran estar más que atendidos, más si mi prima estaba interna durante el curso en un colegio de las monjas josefinas. Posiblemente ese detalle estuviese derivado de la preocupación o del sentido de responsabilidad social al que aludía Romay del otro lado de la mesa.
Desde aquel tiempo y desde aquellos procederes, desde aquellos comportamientos, hemos viajado hasta los de nuestros días sin apenas habernos percatado del cambio brutal de unos usos y unas costumbres que nosotros ya hemos olvidado y otros no han llegado a conocer. No es que aquellos sean mejores o peores que estos, es que eran otros y hemos llegado a estos, los de ahora mismo, en los que una nueva sociedad, que nosotros ya no veremos, está naciendo. 
Ojalá quienes hayan de vivirla puedan ser conscientes del viaje que ahora emprenden al futuro. Ojalá que puedan entender que el futuro no es más que el presente que deseamos y puedan alcanzarlo. Está tan distante como el que Romay Beccaría evocaba en el Café Varela. Decidan ustedes en qué aspectos era mejor o peor que este y en cuáles. Seguro que habrá opiniones como las que oyó mi hermano y otras como la que escuché yo. Ese es el futuro: la misma condición humana.

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