Opinión

Alabanza a la mentira

El verbo mentir no se conjuga por casualidad. En alguna ocasión me he sentado a debatir con Aristóteles, con Kant y San Agustín, férreos detractores de la mentira, sobre la conveniencia y uso del embuste como instrumento de comunicación social y, especialmente, sobre la tendencia humana, o mejor de la condición intelectual, para producir falacias a la hora de comunicar, enseñar y hasta convencer. Por mucho que me he apoyado en Platón, fiel defensor de permitir la mentira en la cotidianeidad, no he conseguido mover la conciencia de los otros tres filósofos.
En algún momento he llegado a valorar el término medio entre sus teorías y contradicciones. En ocasiones he reprochado a San Agustín la virulencia filosófica de su religión contra la mentira y la facilidad con que la utiliza el clero e, incluso, cómo bendice “la mentira piadosa”. El catolicismo, donde nos hemos educado la mayoría de las generaciones actuales de España, nos ha enseñado a mentir, confesar, perdonar y volver a ejecutar pecados mentirosos con la idea del arrepentimiento y perdón en nuestro ánimo. Y eso nos ha marcado.
Quizás mentir sea inmoral, pero está claro que, a medida que avanzamos en el uso de la comunicación de masas, es una moneda de curso legal con creciente valor en el mercado. Y no es un billete que se imprima por casualidad, por descuido ni por ignorancia. La elaboración de una buena y eficaz mentira requiere de conocimientos de la realidad a la que se suplanta, de capacidad de inventiva y de datos fiables sobre el target u objetivos a quienes se dirige. Al mentiroso compulsivo se le pilla antes que a un perro cojo sin perseguirlo y su mentira no pasa de trola de taberna. Al contrario, la buena mentira es eficaz.
En la campaña electoral, que hoy concluye, la mentira se ha consagrado como arma política de uso común, especialmente por parte de los partidos conservadores –los mismos que debieran de ser devotos de San Agustín-. Hemos tenido ocasión de escuchar afirmaciones mentirosas de una excelente calidad. Billetes perfectamente falsificados a los cuales se les ha dado curso legal sin que le pestañee un ojo al emisor. Porque, cuidado, el buen mentiroso también debe de ser un virtuoso en el arte de mentir. Es una pieza esencial en el proceso de consolidación de la falacia.
Bajo los mandatos de Rajoy se puso en marcha un mecanismo de distracción que hizo fortuna, fue aquel concepto denominado “posverdad”. Con él pretendían consagrar el engaño oficial frente a las protestas de sectores no afines. Tuvimos la sensación de que aquella práctica había llegado para quedarse, hasta que se descubrió que generaba mentiras de mala calidad. Se desechó el mecanismo y sin pudor se ha optado por la mentira pura y dura. Por un buen producto cuyo rastro no solo resulta difícil de limpiar sino que influye poderosamente en el ánimo del seguidor convencido, en el hooligan propagador, altera el ánimo de los contrarios y permite a los defensores mediáticos mancharse poco la lengua.
De ahora en adelante deberemos alabar la mentira, si el resultado de las votaciones del próximo domingo la consagran como elemento de comunicación política eficaz. Si caen desenmascaradas habrá llegado el momento de empezar a dignificar el ejercicio de la vida política. De momento va ganando Platón.  

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