Opinión

Adiós, Mariano

Cuando un líder se va, no deja un espacio vacío. Inmediatamente otro lo llena, quien además trata por todos los medios de no depender del antecesor. Tras anunciar su dimisión como presidente del PP, de Mariano Rajoy se han dicho tantas cosas como gotas de agua caben en una botella. Me ha llamado la atención la etiqueta de “haber sido el sumiso que acabó mandando más que nadie”. Lo que Aznar, su antecesor, no consigue asumir.
Rajoy llegó al plano más alto del poder envuelto en el desconcierto de los atentados del 11-M en 2004. Las manipuladoras mentiras de sus compañeros sobre el suceso, sumadas a la prepotencia de los designios de Aznar, lo condujeron al fracaso electoral y a ceder el Gobierno al PSOE de Rodríguez Zapatero. Luego necesitó siete años para recomponerse y obtener la mayor mayoría absoluta para el PP. Fueron dos legislaturas en la oposición durante las cuales la crispación fue su principal arma política.
Alcanzado el Gobierno, ha ejercido el poder de manera absolutista, tratando de implantar su ideología a tirios y troyanos, despreciando cualquier posibilidad de consenso y burlando las normas con peligrosos juegos dialécticos. Como un tanque por un sembrado, no le ha importado ir perdiendo apoyos populares mientras avanzaba y, mucho menos, dejar de alimentar la creciente animadversión, por encima de las diferencias ideológicas, del resto de las formaciones políticas, representantes efectivas de más de la mitad del país.
Y, como sucedió en el capítulo final de la era Aznar, de nuevo la soberbia -ahora frente a los envites de la corrupción-, las triquiñuelas mediáticas -para maquillar la realidad- y el convencimiento de que la atomización de la oposición nunca sería un torrente, lo han llevado a entregar el Gobierno al PSOE de Pedro Sánchez, quien le ha ganado legal y limpiamente por puntos y por haber confiado su suerte a la prepotencia habitual de gran parte de su tropa. 
Mariano ha cerrado su ciclo como lo empezó, azotado por las controversias. No aprendió la lección, aunque en su dimisión difiera de Fraga y Aznar al no señalar a quién ha de sucederle, dejando abierto en el PP un volcán inédito. En 1981 me manifestaba que él había entrado en Alianza Popular porque “la derecha debe unirse para dar una imagen diferente, con gente nueva que no puedan ser acusados de haber protagonizado el pasado”. Se refería a la derecha franquista. El cambio generacional se produjo, pero la democratización interna no. Entre otras razones porque el aznarismo caudillista así lo quiso.
Rajoy ha sido víctima del tradicionalismo de una derecha que produce personajes jóvenes, como Rafael Hernando, incapaces de entender la política como el ejercicio del diálogo y la convivencia de las ideas diferentes. O como Dolores de Cospedal, siempre tentados por el revanchismo y por destruir al adversario interno y externo. O como Cifuentes, perdidos en los enredos. Mariano no ha sido quien de cumplir aquel sueño del 81 y la hojarasca de los Rato, Zaplana, Trillo, Camps, Bárcenas, Sepúlveda…, en definitiva lo peor del aznarismo, ha sepultado su proverbial tancredismo. Adiós, Mariano.
 

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