Cartas al director

La cruz y el amor de Dios

El Verbo se hizo carne para salvarnos, para reconciliarnos con Dios, pero también para que nosotros conociésemos el amor supremo de Dios. La Encarnación del Hijo de Dios, como exponente del amor por el hombre, para dar la vida por él muriendo en la Cruz es de un valor inefable. Dios que es omnipotente, podría habernos perdonado sin necesidad de encarnarse, pero así no habríamos tenido el modelo al que imitar para alcanzar la santidad. También podría haberse encarnado y gozar en la tierra de privilegios y triunfos, sin contrariedades, pero vino a sufrir y a padecer por amor a todos los hombres, para su salvación. De esta manera nos enseñó que “no hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos.”
En todas las páginas del Nuevo Testamento vivimos el amor de Jesús por nosotros, pues toda su vida, desde Belén hasta el Calvario, es un ejemplo elocuente de ese amor. El Hijo de Dios nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros. 
Debemos agradecer y corresponder al amor de Dios, que nace pobre en un lugar destinado a los animales, que asumió todos los dolores físicos y morales de los hombres para darles un sentido corredentor, que será traicionado por uno de sus apóstoles y acusado calumniosamente ante Pilatos, que prefirirán la liberación del homicida Barrabás a la suya, que sufrirá las penas y castigos de un malhechor y morirá en la cruz; y todo, libremente, para cumplir la voluntad del Padre, que le envió al mundo para salvarnos, hasta decir en la cruz: ”todo está consumado.” Siendo Dios, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta una muerte en cruz. La cruz será la muestra suprema de su amor, ya que en ella está todo el amor de Dios, y será la señal del cristiano. Pero en nuestra biografía la cruz sólo sana nuestras heridas cuando es traspasada por el amor que Jesús nos demostró en su pasión y muerte. Es entonces cuando nuestras fragilidades que se dejan abrazar por Su fortaleza, ya no son amenazas, ni obstáculos, sino que se convierten en el ámbito primordial de nuestro encuentro con Cristo y también entre nosotros, sin componendas, sin máscaras. Sin experimentar el amor de Dios, la cruz, el sufrimiento, no tienen sentido, no son  fuente de sanación.
Y ¿quién no tiene heridas que sangran, que necesitan ser cicatrizadas?. Nos dice San Alfonso de Ligorio:¿quién al ver a un Dios crucificado por su amor, podrá resistirse a ser amado?