Ligeratura

Sonría, ¡es gratis!

Una anciana sale del hospital con ayuda de su andador. Hace frío y diminutas nubes blancas algodonan el cielo, como si ensayaran una nevada. “Qué fresquito más bueno”, se regocija la mujer, buscando con una sonrisa mendicante la complicidad de un treintañero que no se inmuta; la mira con seriedad de modelo de pasarela, hasta con recelo, como si se le hubiera aparecido Carmen de Mairena con sus labios apremiantes de planta carnívora. La señora se marcha con la sonrisa a media asta.

Hay un cortometraje de Mercero, basado en un relato de Garci, La Gioconda está triste, en que el famoso cuadro pierde la sonrisa. La Mona Lisa deja de sonreír porque nadie le devuelve el gesto. Sus comisuras abatidas reflejan la tristeza de una sociedad bombardeada por noticias desalentadoras, tan apesadumbrada que sus hombres son llamados a reunirse un día y a una hora señalada para intentar recuperar la alegría. Pero inútilmente se esfuerzan en estirar los labios, como paralizados por una sobredosis de bótox.

Darwin ya intuyó que la expresión facial de un individuo retroalimenta sus propias emociones y las de los demás, pero corren tiempos en que se sonríe más al móvil que al prójimo, en que se delega el júbilo en los emoticonos y se devuelve antes un zasca que una sonrisa. Numerosos estudios reiteran que las personas amables viven más y mejor, con menos estrés, aunque la percepción es que cada vez se sonríe menos en la vida real, acaso extenuados de hacerlo en la virtual. La sonrisa de un desconocido se percibe incluso como sospechosa, y quién sabe si en un futuro habrá que pedir el consentimiento. Resulta curioso que, ahora que se blanquean los dientes como si se fuera a interpretar La máscara de Jim Carrey, se tacañee en la exhibición de ese resplandor peroxidado.

La sonrisa es la gimnasia del buen humor. Nada como levantar repetidamente las mancuernas de las mejillas para combatir la flacidez anímica y facial. El músculo cigomático regatea con tal destreza los sinsabores que más bien debería llamarse figomático. Cada sonrisa contiene, además, su propio amanecer: puede ser la gota que colme el beso, una pancarta de bienvenida o un primer paso de baile. Sirve de guirnalda festiva, de canoa para escapar del miedo, de trapecio donde columpiar la indiferencia, de paréntesis para rencores o de sofá daliniano donde acostar los nervios; puede ser una manera de enseñar los dientes, como repite la Pantoja, o de envolver en papel de regalo la palabra que no quisiera darse.

Una querría tener la sonrisa incansable de mi hermana Ana, a veces fortaleza inexpugnable, otras veces piano. Una sonrisa acogedora como un pueblo encalado, aún más espaciosa que su risa. Sonríe con facilidad porque es capaz de ver el mundo como debería ser, igual que hay pobres que sonríen tal cual si lo tuvieran todo. “Sonreír con la alegre tristeza del olivo”, aconsejaba Miguel Hernández, “no cansarse de esperar la alegría”; sonreír como se bosteza, contagiosamente; sonreír hasta cuando nos roben el carro, a lo Manolo Escobar; entreabrir los labios para hincarle el diente a la vida; sonreír como locos para permanecer cuerdos; ofrecer las comisuras como cálices a quien no tenga más recursos que una sonrisa y unos zapatos limpios, como aquel viajante de Arthur Miller. Porque “cuando empieza a fallar la reacción a sus sonrisas, sobreviene el terremoto”.

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