Miguel Primo de Rivera, el dictador que llegó de África

El general Margallo es enterrado tras su muerte durante la guerra del Rift.
photo_camera El general Margallo es enterrado tras su muerte durante la guerra del Rift.

En octubre de 1893, las relaciones entre las tribus nativas de Melilla y los representantes militares del Gobierno español en la colonia habían alcanzado su punto de fricción máximo. Ostentando el cargo de Gobernador militar de la plaza estaba un enérgico general de expediente muy brillante y talante pétreo llamado Juan García Margallo, bisabuelo por otra parte del político popular del mismo nombre y apellidos que desempeñó con muy buena nota el ministerio de Asuntos Exteriores con Aznar en la Moncloa. Margallo, que era natural de la villa de Montánchez en la provincia de Cáceres en pleno corazón de Extremadura, era un hombre seco y tajante, y había cursado una carrera militar aderezada con múltiples menciones al valor y más de una herida de guerra. En 1859, y ya con el grado de alférez, partió para África y resultó herido en el primer hecho militar en el que tomó parte, lo que de paso le valió su primera mención al valor, recibida en el mismo campo de batalla. En 1890 era gobernador militar de Melilla, y en 1893, ostentando este cargo, firmó decisiones muy controvertidas que provocaron un sangriento conflicto. De hecho, aquellas ordenes pronunciadas en sintonía plena con su carácter inflexible propiciaron la primera Guerra del Rif que, con razón e inspirada por el personaje que la había promovido acabó `por conocerse como “la guerra de Margallo”.

Los estudios de expertos en estrategia militar que posteriormente analizaron los hechos incluso poco después de que se produjeran, acusan al general Margallo de cometer tres errores de bulto. El primero fue ordenar una fortificación militar que obligaba a la profanación del sepulcro de un hombre santo en Sidi Guariach, venerado por las tribus rifeñas. El segundo, demoler una mezquita que también cayó víctima de la artillería española cuando Margallo ordenó fuego de cañón en la defensa de Punta Cabiza lo que exasperó más aún el ánimo de la insurgencia. Y la tercera, el militar confundió una estrategia militar efectuada por los combatientes cabileños con una huida a campo través. Margallo ordenó perseguir al enemigo al que consideró abandonando el escenario bélico en retirada, cuando el enemigo lo que estaba buscando era recolocarse en una posición más favorable. El error se pagó caro.

La guerra de Margallo enfrentó a las tropas españolas -movilizadas a toda prisa porque no esperaban una respuesta tan drástica de las tribus locales- contra más de 6.000 rifeños armados con fusiles Remington, salidos de la nada y furiosos por aquellas graves afrentas. Y la situación, que parecía controlada, se fue complicando a pesar del auxilio que tropas españolas de refresco prestaron para recuperar las posiciones perdidas.

El día 28 de octubre de aquel año 1893, Margallo organizó una operación de contraataque encaminada a recuperar las posiciones perdidas pero se equivocó de medio a medio. Mandaba una tropa de 2,000 hombres y los rifeños eran 3.000 hasta que se les unió un nuevo contingente bajado de las montañas que completó los 6.000 combatientes. Confundió una maniobra envolvente de la infantería indígena con una huida sin cuartel. Fue copado por tanto y cuando iba a ordenar la retirada a posiciones defendidas por la infantería y la artillería nacional recibió un disparo en la cabeza.

La explicación oficial, una vez estabilizado el frente y recuperadas posiciones es que una bala perdida impactó en el cráneo del general, matándolo instantáneamente. Pero otras fuentes no admiten por razones de mucho peso estos argumentos si bien hubieron de guardárselos entonces por prudencia. En la operación de retirada hasta posiciones más favorables y jugándose la vida, se distinguió un joven teniente jerezano llamado Miguel Primo de Rivera quien puso orden y concierto y asumió el mando de la reorganización de la tropa tras la pérdida del comandante en jefe, con mucho riesgo propio. Los analistas más conspicuos suponen que ante el desbarajuste que estaba promoviendo un Margallo fuera de sí y completamente bloqueado y confundido, desenfundó la pistola, le pegó un tiro en la cabeza y ya libre de sus disparates sin orden ni concierto, pudo organizar un repliegue ordenado y salvar la vida de muchos soldados que hubieran perecido si Margallo hubiera continuado al mando. El teniente Primo de Rivera fue distinguido con la Laureada de San Fernando y promovido a capitán en recompensa por su comportamiento. Su compañero, el teniente Picasso que venía de Málaga y que también se comportó como un héroe, recibió la misma recompensa.

Quien reorganizó aquella desbandada y puso orden en una tropa despavorida apelando según sospechan muchas fuentes al drástico argumento de quitarse de en medio al autor del desaguisado, era por tanto Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, un oficial jerezano de tan solo 22 años, perteneciente a una familia de añeja tradición militar que, al paso del tiempo, se convertiría en el hombre más poderoso de España y el único sostén a la postre con el que contó en el momento más delicado de su reinado, el soberano Alfonso XIII a pesar de que aquella decisión de entregar el poder al general jerezano le costara la corona como muy bien le advirtió su madre la reina María Cristina. Pero eso no ocurrió hasta que un nuevo fracaso militar en África cuyo escenario fue esta vez la terrible carnicería de Annual –entre julio y la mitad de agosto de 1921 el ejército español sufrió a manos del jefe rifeño Abd El Krim la mayor derrota de su historia en el sitio de Annual que costó la vida a once mil soldados españoles la mitad de ellos pasados por las armas una vez se hubieron rendido- cuyo recuerdo nunca se ha borrado y que acabó con la carrera precisamente del general Picasso, -el mismo de la retirada en la guerra de Margallo- le incitó a capitanear un pronunciamiento. Era en aquellas fechas, entre el 4 y el 9 de septiembre de 1923, gobernador militar de Cataluña, y sin que existiera argumento oficial que legitimara su visita, Primo de Rivera viajó a Madrid desde Barcelona. Su intención era ganar militares descontentos con la situación que se sumaran a un movimiento que exigiera a Alfonso XIII la entrega del poder. Finalmente y vuelto a Cataluña, en la noche del 12 al 13 de aquel mes de septiembre, Primo declaró en Barcelona el estado de excepción e inició un movimiento que fue sumando adeptos primero en Cataluña y más tarde en Aragón, hasta el punto de que cuarenta y ocho horas después de tomadas las primeras medidas, ambas regiones eran por completo de los insurgentes mientras en Madrid, el Gobierno del Rey claudicaba. El primer ministro García Prieto dimitió y, desoyendo los consejos de su madre que le pronosticó la ruina, Alfonso XIII –que siempre supuso que Primo había movilizado el ejército para respaldarlo y no al contrario- se avino a entregarle el mando y nombrarlo cabeza de un Directorio Militar de urgencia que se instaló en el Gobierno.

De esta situación que el pueblo llano admitió sin grandes manifestaciones en contra, hace ya un siglo, y analizada con la objetividad que otorga el paso del tiempo, adquiere una importancia que no se le otorgó en su momento porque constituye en efecto la primera muestra de erosión grave de la monarquía Alfonsina. El rey recibió a Primo de Rivera como un salvador, escuchó complacido su discurso, y confió en que la presencia de un militar de la prosapia y energía del general jerezano contribuiría a resolver sus graves problemas. Por ejemplo, el deteriorado panorama de las colonias africanas en situación límite tras el desastre de Annual y la consolidación del caudillo rebelde Abd El Krim. Muchos historiadores han especulado sobre los intereses económicos personales del rey Alfonso en África y sus fuertes inversiones de capital propio en la zona, puestas en grave peligro por la insurgencia. Por eso, lo primero que exigió el monarca a su nuevo jefe de Gobierno fue acabar con la rebelión en el norte de África y meter a los rifeños en cintura. En septiembre de 1925, y como broche a una operación bélica de grandes proporciones, un poderoso contingente de tropas de expedicionarias amparadas por una maquinaria bélica de primea magnitud que incluía artillería y unidades navales, desembarcó en las playas de Alucema para llevar a cabo una campaña destinada a recuperar las colonias y establecer la paz en los territorios de la Corona. La campaña fue dirigida por Primo de Rivera personalmente, al mando de todo el operativo en calidad de nuevo alto comisario. Como quiera que los rifeños acosaron también a Francia y sus posesiones, Primo alcanzó un pronto acuerdo con el representante francés, el general Philippe Pétain, para llevar a cabo una campaña conjunta que respondiera a las necesidades de ambas naciones. Una vez conseguido el objetivo y devuelta la tranquilidad a las posesiones españolas al otro lado del Estrecho, Primo retornó a casa dejando a Sanjurjo al mando de las posesiones africanas manejando una situación que no estabilizó al completo hasta 1927. En 1925, el Directorio Militar se convirtió en Directorio Civil y el carácter castrense del órgano de gobierno se suavizó al menos aparentemente con la entrada de personalidades civiles en el Gobierno. Paradójicamente, una de las pocas situaciones delicadas del momento la protagonizaron militares descontentos con el comportamiento del Dictador que promovieron en la noche de San Juan de 1926 un intento de golpe de Estado amparado por muchos intelectuales del momento que se conoció como “la sanjuanada”.

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