Felicidad por decreto

A falta de poder alardear de producto interior bruto -¡será por brutos!-, el Gobierno quiere presumir de una felicidad interior bruta, como en Bután. “Defendemos el derecho a la felicidad de las familias”, ha manifestado la ministra Irene Montero, no como la oposición que ansía individuos con la tristeza de Calimero. Pero un derecho a la felicidad por los motivos adecuados, no vaya usted a alegrarse por la Navidad o la Semana Santa, que es de carcas. Si le invade el buganvillear de la dicha con una copa de vino, bollería industrial, películas de Pajares o con el slomarse de Chanel, tendrá que reformarse en una futurible escuela para aprender a distinguir la felicidad correcta de la incorrecta.

La inclusión de la felicidad en las políticas de gobierno no es algo nuevo, está en la Declaración de Independencia de los EE.UU. y en la Pepa, donde se detallaba que “el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación”. Para evitar reclamaciones, Jefferson matizó que debía garantizarse el “derecho a perseguir la felicidad”. Se comprende que la ministra de Igualdad, tan sensible con el acoso, no hable de perseguir la felicidad; pero sorprende que aún no tengamos felicidad por decreto ley, que es como le gusta gobernar al presidente, quien cumple los dos requisitos necesarios, según Pla, para ser dichoso: ignorar lo que realmente es uno y la opinión que los demás tienen de uno. Veríamos calles como anuncios de Coca-Cola, comunicadores con felicidad de palabra, gentes resilientemente gozosas brindando con tazas de Mr. Wonderful. Y si alguien se resistiera, multa. Puede que el dinero no dé la felicidad, pero la felicidad da dinero; no hay más que ver las ventas disparadas de libros de autoayuda.

En su defensa del “derecho a la felicidad”, olvida la ministra que dos felicidades pueden hacer una infelicidad y que existen dichas irreconciliables: la siesta de un vecino y la lasciva fiesta postprandial de otro, por ejemplo. Porque hay felicidad para todos los disgustos: para Schopenhauer, la felicidad era la ausencia de dolor. Para Hesse, hacer versos malos; para Woolf, su imaginación; para Chéjov, la soledad; para Ingrid Bergman, buena salud y mala memoria; para Aristóteles, hacer el bien. “Sólo hay relámpagos de felicidad”, concluye Tolstói.

No es que la felicidad sea inalcanzable, es que la insatisfacción está al alcance de la mano.

Nunca ha habido tanta infelicidad como desde que se insiste en la necesidad de ser felices. Los desgraciados no están bien vistos en las redes, como si entraran en un restaurante lujoso con sandalia cangrejera, aunque hoy importa más contar que se es feliz que estarlo. La felicidad es el crecepelo de nuestro tiempo, voceado por los charlatanes de una política que intenta contentar al individuo solucionándole problemas inexistentes para que atienda lo menos posible a los problemas que sí existen. De ahí que lo menstrual ahora sea mainstrual.

Tras el “derecho a la felicidad” y los “derechos de las mujeres menstruantes”, espero con impaciencia que se reconozcan los derechos de las mujeres con vello facial. Más útil sería garantizar el derecho a la facilidad. Facilidad para acceder a una buena educación, a un empleo acorde a la formación, a una vivienda, a tiempo libre; facilidad para conciliar, para llegar a fin de mes, para ser atendido con celeridad por un médico. Porque entre facilidad y felicidad media solo una letra y un poco de orden, aunque a veces parezca todo el abecedario.

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