Objetos a los que acompaño

Escoba de espigas

Antes de venir a esta casa fui al cementerio a preguntarle a sus antiguos dueños si les parecía bien que yo la habitase. Imagino que dijeron que sí porque todo el proceso fue muy fácil, sin tensiones. Una vez dentro, encendí un incienso en su memoria y cambié de escoba. Dicen que hay que habitar la casa nueva estrenando escoba y tirar la vieja para dejar atrás lo malo. También me gusta pensar que así uno se presenta con humildad ante la casa. Conviene avisarla de que los otros se han ido. Que el edificio sepa que viene alguien nuevo a calentar estos muros. Y que ese alguien eres tú.

Mi nueva escoba es una escoba campesina. Es la ideal para barrer el suelo de piedra de la cocina, las cenizas de la estufa, las hojas de otoño que viajan con el viento y en las botas. Esta escoba es la madre de todas las escobas. La que le siguen pintando a las brujas, si acaso ha habido brujas. Tiene el mango de pino de plantación y sus fibras son espigas de cereal. Es una escoba kilómetro cero, que no ha viajado mucho para llegar hasta mí. Supongo que hablará mejor gallego que chino. Las fabrica un taller cepillero local para quienes se resisten a limpiar sus patios con escobas de polímeros de plástico. Esto es, con restos de dinosaurio y bosques del Pleistoceno que hacen este planeta invivible según los vamos
desenterrando y devolviendo a la atmósfera.

Las espigas de mi escoba se van rompiendo poco a poco y cada vez es más bajita. Cuando apenas sea un mango, volveré a la tiendita de dos aldeas más allá y me llevaré otra. Barrer con ella te hace consciente de las dimensiones reales de tu casa. Es una pequeña meditación que no permiten esos cachivaches inquietantes que aspiran solos. Al empuñar la escoba uno amontona lo que no se quiere con toquecitos eficientes, como si contigo barriesen todas las manos que han barrido antes. Imagino que la casa seguirá sabiendo que soy yo el que la barre. Quizá los siguientes también la avisen estrenando una nueva escoba.

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