Abbey Road es, en efecto, una obra maestra que debe a Paul McCartney su más sincero, generoso y postrero esfuerzo. No fueron los dos meses y medio que se emplearon en su grabación todo lo gratos y balsámicos que podría desearse, pero el resultado –obtenido entre peleas por cuestiones económicas que los convirtieron en irreconciliables, situaciones personales que los distanciaron definitivamente –Yoko estaba embarazada y se hizo instalar una cama en el interior del estudio con un micro para conversar con John- egos imposibles de domar, y la compartida creencia de que su separación era un hecho- es simplemente fantástico. El LP contiene, entre otros muchos tesoros, dos de las mejores canciones compuestas por George Harrison a lo largo de su carrera, “Here comes the sun” y “Something”, rescata al Lennon más dulce o más intenso en cortes preciosos como “Because”, “Sun King” o “Come together”, reconoce a Ringo como un espléndido batería que interpreta aquí el único solo de su instrumento que ejecutó durante su carrera y, sobre todo, legitima a McCartney como un genio no solo de la composición –suyas son maravillas como “Oh Darling” o “You never give me your money”- sino de la armonía. El glorioso collage que conforma la práctica totalidad de su segunda cara se teje sobre retazos de canciones propias y de Lennon, pero suya fue la idea, suyo el planteamiento de esta pequeña obra maestra y suya –junto a un Martin maduro y reposado como referente e inagotable pozo de sabiduría- su compleja construcción de corta y pega hasta ese final sinfónico llamado “The end” que, en efecto, determina el final de un ciclo histórico y pone verdadero término a un periodo imposible de igualar. Abbey Road vendió diez millones de discos y es el disco más vendido de los Beatles.
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