'Cosas Maravillosas': se cumple un siglo con el rey Tut

Howard Carter trabajando en el interior de la tumba de Tutankhamon, ya en uno de los sarcófagos exteriores.
photo_camera Howard Carter trabajando en el interior de la tumba de Tutankhamon, ya en uno de los sarcófagos exteriores.
Hace cien años del mayor descubrimiento arqueológico de la Historia, la tumba perdida del faraón misterioso, que despertó el interés mundial por el Antiguo Egipto

“¿Puede ver algo?”, apuraba Lord Carnarvon, que sostenía una luz. “Sí, cosas maravillosas”, respondió Howard Carter emocionado tras conseguir echar un ojo al interior de la tumba de Tutankhamon, el primero en 3.300 años. Era noviembre de 1922, hace ahora un siglo. Unas semanas antes,  Carter estaba desesperado ante la falta de avances y había pedido una última prórroga. Era octubre de 1922. Pero sucedió:  a principios de noviembre, un niño árabe -su nombre era Husein Abdel Rasul y conviene recordarlo- había descubierto los dos primeros peldaños de los 16 que conducían a la tumba perdida. Carter había logrado financiación de Lord Carnarvon para su aventura de encontrar a un faraón del que casi nada se sabía, pero ya estaba en la última prórroga antes de echar el cierre a la excavación cuando apareció por fin la sepultura real. Que estaba bien oculta por pura casualidad, cuando años más tarde el faraón Ramsés VI, de la Dinastía XX, construyó su hipogeo encima, tapándola para siempre.  Carter, un gran arqueólogo, descubrió el sello intacto de la inmortalidad del rey Tut y luego se pasó un año documentando las piezas y sacándolas del sepulcro. Lo último, el sarcófago y la famosa máscara.

Mucho antes, hacia el año mil antes de Cristo, los sacerdotes de la Dinastía XXI decidieron trasladar los cuerpos de los grandes reyes a un lugar oculto para evitar su profanación. Egipto estaba dividido y en crisis y la medida resultó efectiva: tuvieron que pasar casi 3.000 años hasta que se localizó el lugar elegido. De allí fueron llevados por el Nilo hasta El Cairo, en una ceremonia llena de emoción. Recientemente, las momias fueron movidas a un museo nuevo: la ceremonia dio la vuelta al mundo.

Pero entre los cuerpos no estaba en esta ocasión, ni tampoco hace 3.000 años, el del joven Tut. Que hoy como ayer es el único que se mantiene en el Valle de los Reyes, en la misma tumba, una de las más pequeñas, de apenas 100 metros cuadrados, lo que hace sospechar que fue reutilizada o que estaba preparada para otra persona y el fallecimiento inesperado del rey, entre los 18 y 20 años, obligó a acelerar todo el proceso. La tumba de Tut no se libró de los ladrones, pero fueron atrapados y el sepulcro  sellado con todas sus riquezas, enormes, las propias de la Dinastía XVIII, el momento álgido del Imperio Nuevo y de toda la historia del viejo Egipto. Hasta 5.000 objetos se encontraban apilados en el interior, entre ellos camas, estatuas, el sarcófago en el interior de una especie de juego de muñecas rusas, y el sillón real con los rayos de Atón y su verdadero nombre, Tutankhaton, que se llevó a la otra vida. Y oro, mucho oro, por todas partes. ¿Y la maldición? Luego se hablará de ella.
Tut-Ankh-Amon, cuyo nombre significa La Viva imagen del Dios Amón, había nacido probablemente en la ciudad del horizonte de Atón, Ajet-Aton, en uno de los períodos más turbulentos de los 30 siglos que duró el país del Nilo hasta su anexión por Roma. Su padre, Amenhotep IV, decidió eliminar a todos los dioses del panteón, que eran cientos, y encomendarse en exclusiva a Atón, una manifestación menor de Ra como el disco solar. Su predecesor, Amenhotep III, ya había promovido a Atón, probablemente por cuestiones políticas y para reducir el poder del clero de Tebas. Su hijo Amenhotep -significa paradójicamente Amon está Feliz- no era el príncipe sucesor, y parece que tenía fama de místico, pero accedió al trono al fallecer su hermano mayor. Poco después también se cambió el nombre a Akenaton y con su esposa la no menos famosa Nefertiti, decidió abandonar Luxor (Tebas) y construir una nueva capital unos 200 kilómetros al norte. Allí trasladó la corte y levantó templos dedicados a Atón. Mientras tanto, ordenó cerrar el resto, incluidos los de Amón, que era el Dios tutelar de Tebas y el más poderoso, como también lo eran sus sacerdotes, que conspiraron para eliminar al faraón. El joven príncipe creció en ese ambiente turbio y peligroso, aunque entonces se llamaba Tut-Ankh-Aton, La Viva imagen de Atón. Era hijo del rey, pero no de la reina y Gran Esposa real Nefertiti, quien tuvo seis hijas. Una de ellas, Ankhnsenamon, sería también la esposa de Tut, siguiendo la tradición egipcia de casarse dentro de la familia real.  

El joven que restituyó los dioses del antiguo panteón

En un momento dado de la historia del período de Amarna, el faraón Akenatón desaparece y también lo hace su esposa Nefertiti -aunque es posible que se cambiara el nombre para convertirse por un tiempo en el escurridizo faraón Neferneferuaton Smenkhare- y finalmente subió al trono Tutankhaton, con apenas 12 años, tutelado por Ay, visir del reino y probable padre de Nefertiti. Una de las primeras decisiones fue abandonar la ciudad dorada de Aton y volver a la vieja capital de Tebas-Luxor, para a continuación reabrir el culto a Amón y con ello la vuelta al antiguo panteón de cientos de dioses. Él mismo se cambió el nombre al que le daría fama eterna. Solo por este hecho ya merecía pasar a la historia de Egipto: en absoluto fue un rey sin importancia pese a la brevedad de su reinado. Padecía cojera y otros problemas de salud producto de la consanguinidad extrema de los faraones. Al casarse con su hermana intentó tener hijos. Dos pequeños aparecieron momificados en su tumba, dos niños que no llegaron a nacer. 

Tras fallecer entre los 18 y 20 años, su hermana/esposa tuvo que casarse con su abuelo Ay para que este pudiera acceder al trono con cierta legitimidad. Ankhensenamon trató de eludir el matrimonio y pidió al rey de los hititas, enemigos tradicionales, que le enviara un príncipe. La carta fue interceptada por Ay y el joven, asesinado cuando llegaba a Tebas. Ay desposaría a su nieta, pero moriría al poco, llegando al poder un militar, Horembeb -su nombre significa algo así como La Festividad del Dios Horus- quien se uniría con otra hija de Akenaton, también para reforzar su posición en el trono. Sería el último rey de la dinastía XVIII, la más importante de los 3.000 años del Antiguo Egipto. A su fallecimiento, sin descendientes, designó sucesor a otro militar, Ramsés I, quien fundaría la Dinastía XIX, una familia guerrera que sentía predilección por Seth, el Dios del caos, el desierto y la guerra. Se abría una nueva época en Egipto, aunque el Imperio Nuevo todavía perduraría durante otros 200 años, hasta la caída del último rey Ramsés, el XI, y el inicio del llamado Tercer Período Intermedio, presidido por el caos y la falta de un poder central.

La maldición inexistente y la verdadera

¿Y la maldición? Se puede resumir fácilmente: ni existe ni existió alguna vez. Al contrario que en otras tumbas donde había invocaciones a los dioses advirtiendo a los posibles saqueadores sobre los males que recibirían -poco efectivas, todas fueron asaltadas, el reclamo era muy poderoso- en la del joven Tut no había ninguna advertencia escrita. Nada. Lo ocurrido con la famosa maldición tiene más que ver con el inicio del periodismo amarillo, o si se quiere, con las ahora habituales “fake news”. Y todo, en gran parte, debido a Carter, quien había firmado un acuerdo de exclusividad con “Times”, que era el único diario que podía informar de sus descubrimientos. En esas circunstancias los reporteros destacados en la excavación tenían que buscar algo que publicar. Y vaya si lo encontraron. El primero en morir fue Lord Carnarvon, unos meses después de entrar en la tumba, el 5 de abril de 1923 en El Cairo. Se dijo de todo, incluido que en sus últimos momentos Carnarvon hablaba espantado de la presencia de Anubis. Quién sabe. A partir de ahí, todo se disparó y los periódicos sensacionalistas de la época le atribuyeron hasta 30 fallecimientos de personas relacionadas con la tumba como Aubrey Herbert (hermano del aristócrata) o sir Archibald Douglas Reid (encargado de radiografiar a la momia de Tutankhamón). El propio Carter negó rotundamente la maldición, pero el asunto le venía bastante bien para dar publicidad al descubrimiento. Incluso es probable que él mismo contara la historia de que su canario había sido atacado por una cobra real, símbolo de los faraones. La ciencia ha planteado diversas hipótesis acerca de estos fallecimientos. La más aceptada es que en el aire viciado de la tumba se encontrasen esporas de hongos aspergillus que pudieron afectar a todos los que lo respiraron. Howard Carter murió por causas naturales en 1939. Solo tenía 64 años, así que también se podría incluir en la lista.

La verdadera

Durante la Dinastía XIX, en torno al 1.200 antes de Cristo, la familia Ramsés, que se había hecho con el poder, decidió realizar una lista real de todos los faraones e inscribirla en el muro del templo de Osiris en Abidos, construido por Seti I, padre de Ramsés II. Allí, en una pared interior, figuran todavía hoy todos los reyes, desde el primero, Narmer, hasta Seti, pero faltan al menos cuatro, todos de la Dinastía XVIII, y no por casualidad. Fueron borrados y castigados con lo que los romanos denominaron siglos después la “damnatio memoriae”, la condena al olvido. Es la verdadera maldición, que se extiende al período de Amarna y los reyes considerados herejes: Akenaton, Tutankhamon, y Ay. Además, también desaparece Hatshepshut, por ser mujer y faraón, lo que en principio era imposible: las mujeres podrían ser grandes esposas y madres del Dios, pero no el Horus vivo. Sin embargo, Hatshepshut lo logró. No fue la primera ni tampoco la última, que no sería otra que la famosa Cleopatra, quien se desposó con sus hermanos para disimular. La “damnatio memoriae” tampoco tendría éxito: los faraones eliminados de la Lista Real de Abidos se encuentran entre los más famosos de todos los tiempos y hoy son recordados mientras que la mayoría de los que aparecen en el muro han sido olvidados.

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