Bram Stoker y la historia de un vampiro universal

Bram Stoker, el escritor irlandés autor de "Drácula".
photo_camera Bram Stoker, el escritor irlandés autor de "Drácula".

El 26 de mayo de 1897 comparecía en las librerías de Londres y unos días más tarde en las de las principales ciudades británicas, una novela epistolar escrita por un circunspecto ciudadano de origen irlandés cuya afición por la literatura como lector entregado y autor en horas libres, y su pasión por el teatro le invitaron a abandonar su confortable existencia de alto funcionario y experto en aranceles y comercio al servicio de la administración inglesa en Irlanda por el desempeño de la secretaria particular de una de las grandes estrellas de los escenarios de su época. Administrador al servicio del gran Henry Irving, y gerente del “Lyceum”, teatro que el actor había comprado unos años antes, Abraham Stoker, que así se llamaba el firmante de aquella novela, comenzó a escribir en su etapa de colegial del prestigioso Trinity College de Dublín, y mantuvo esa afición a partir de entonces, redactando libros de orden técnico y didáctico primero, para introducirse posteriormente en el campo de la ficción con relatos cortos y algunas tempranas incursiones en obras de mayor calibre hasta completar doce obras. Aquella novela llamada “Drácula”, de cuya publicación se cumplen ahora ciento veintisiete años, fue su cima creativa y se convertiría con el paso del tiempo en la más extraordinaria muestra de relato gótico jamás escrito y una de las obras cumbres de la literatura de terror. Su protagonista, el aristócrata hoy rumano, conde Drácula, es una creación de conocimiento universal, protagonista de innumerables manifestaciones artísticas y comerciales de todo orden, prototipo de criatura de la noche, seductor infernal, figura señera del género de anticipación y vampiro por excelencia. Es, por ejemplo, el personaje de ficción más veces llevado al cine.

“Drácula” no se iba a llamar así sino “El conde Wampyr”, y su autor no tenía en un principio una idea exacta de lo que quería reflejar en las páginas en blanco de aquel proyecto salvo su deseo de escribir una historia inquietante y oscura inspirada probablemente en las leyendas tradicionales irlandesas que su madre le susurraba a la cabecera de su cama cuando de niño hubo de guardar un largo y obligado reposo a consecuencia de una enfermedad que le impedía andar y cuya naturaleza aún es hoy que permanece en el misterio. En 1897, cuando puso punto final a su creación inmortal, Bram Stoker tenía 50 años y había logrado consolidar una excelente posición profesional, personal y económica, convertido en ayudante, secretario, organizador, administrador, gerente e incluso amigo personal de Henry Irving, rey de la escena británica del tiempo, personaje excesivo y divinizado al que permaneció unido hasta la muerte de su mentor ya avanzado el siglo siguiente. Stoker era por tanto, cuando su obra cumbre se puso a la venta, un personaje muy popular en los ambientes galantes y culturales del Londres de su época, y su presencia en salones de lectura, salas de exposiciones, clubs y veladas y encuentros sociales de alcurnia y alto copete era casi imprescindible en plena era victoriana con Gran Bretaña y su imperio como referencia de potencial político y económico en el mundo entero. Por otra parte, el personaje se paseaba del brazo de una esposa elegante, inteligente, irresistible y muy bella, una dama que despertaba la admiración y el deseo a su paso llamada Florence Balcombe, hija de un teniente coronel de los Reales Fusileros, nacida en Newcastle aunque avecindada con su familia en el mismo paisaje dublinés de Clontarf y en la misma calle de Marino Crescent que habitaban los Stoker. Era por tanto una mujer joven apetecida y admirada por una legión de pretendientes, Oscar Wilde entre ellos.

Florence y los dos corpulentos jóvenes que la cortejaban, formaban en aquella barriada de clase media alta cercana a la bahía, una estampa de armonía casi perfecta. Oscar Fingal O’Flahertie Wills que acabaría siendo conocido y admirado como Oscar Wilde, y Abraham Stoker, tenían ambos más de un metro noventa de estatura y mantenían una profunda amistad a pesar de sus considerables diferencias. El primero era un joven moreno, soñador y excesivo, de humor contagioso y espíritu libre, tierno, amable y divinamente irresponsable. El segundo por el contrario era pelirrojo, poseía una mente matemática y rigurosa y era serio, formal, exacto, trabajador, convencional e exigente consigo mismo. Ambos habían coincidido en las aulas del Trinity College, y mientras Stoker progresaba en la rama de exactas y administraciones contables y se convertía en uno de los puntales de los equipos colegiales de atletismo y rugby, Wilde era feliz estudiando el pensamiento y profundizando sobre cultura grecolatina, literatura clásica y lenguas muertas. Ambos estaban perdidamente enamorados del Florence, pero cuando a Wilde le concedieron una apetitosa beca para estudiar en la Universidad de Oxford, Stocker aprovechó la ocasión, pidió su mano y se casó con ella. Su amigo asistió a la boda y se pasó el convite bromeando, haciendo el tonto y empinando el codo. Cuando aquello terminó, se despidió cariñosamente de ambos, deseó felicidad eterna a la pareja y se esfumó para siempre. Apenas si volvió a pisar Dublín. La amistad que había unido aquel trío mágico se quebró irremisiblemente y paradójicamente, ninguno de los tres fue realmente feliz. Florence y Bram tuvieron un hijo que fue llamado Irving Noel y no volvieron a mantener relaciones íntimas jamás. Wilde se casó con una dama de la aristocracia llamada Constance Lloyd con la que tuvo dos hijos y de la que se separó cuando se descubrió un escándalo de homosexualidad que llevó al escritor a la cárcel. Wild se convirtió en un apestado que necesitó exiliarse en París para tratar de vivir en armonía consigo mismo. Allí murió desterrado y solo en 1.900. Reposa en el cementerio del Pêre Lachaise.

Stoker viajó con cierta frecuencia al extranjero acompañando a su patrón en las giras que el actor desarrolló por el continente. Y formando parte de su cortejo llegó a Estados Unidos donde conoció y se carteó con posterioridad y profusamente con el poeta Walt Withman a quien admiraba desde muy joven. Pero si bien estaba muy familiarizado con París –se cuenta que acompañó a Irving en sus constantes visitas a prostíbulos parisinos donde contrajo la sífilis que acabó matándolo, y probablemente a su pesar porque es muy probable que Stocker ocultara celosamente su homosexualidad y las casa de placer fueran para él un verdadero sacrificio- jamás viajó a Rumanía y, por tanto, no tuvo la menor información sobre los territorios de Vlad Tapes, el antiguo caudillo valaco llamado “el Empalador” que se ha supuesto figura inspiradora del personaje de la novela. La realidad es que Stoker seguramente no oyó hablar de Vlad Tapes en su vida, y que fueran las viejas leyendas irlandesas las que le orientaron en la concepción de Drácula como vampiro. Algunas fuentes suponen que conoció en Londres al erudito húngaro Arminius Vambery quien le orientó por los caminos de la mitología de la Europa oriental, y hay quien incluso supone que el perfil de su criatura está directamente inspirado en el del músico Franz Liszt aunque, mirándolo bien, a quien más podría parecerse es al propio y endiosado Henry Irving su patrón al que acabó maldiciendo.

Irving, que en realidad se llamaba John Henry Brodripp, murió a los 67 años en octubre de 1906, tras sufrir un síncope mientras representaba una obra en Bradford y caerse previamente por una escalera. En su testamento no le dejó ni un penique a su antiguo secretario Stoker con quien había reñido recientemente y al que había despedido.

A partir de aquel dramático incidente, Bram Stoker cayó en barrena. Solo, arruinado, cambiando constantemente de residencia obligado por sus cada vez mas menguados recursos, el autor de “Drácula” murió de fiebres terciarias originadas por una sífilis en unos oscuros apartamentos cercanos al Támesis el 20 de abril de 1912. El edificio era de reputación dudosa y por entonces el viejo Stoker bebía mucho más de la cuenta. Cinco días antes, el “Titanic” se había hundido en Terranova y ante la magnitud de la tragedia, el fallecimiento de Stoker pasó por completo desapercibido.

Stocker fue incinerado en el mismo crematorio que acogió las cenizas de Keith Moon. Las suyas hay que visitarlas acompañado de un guarda del recinto. Por si acaso…

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