Sociedad

35 años de una historia con final agridulce

Imagen del grupo Iron Maiden durante el concierto que ofrecieron en el festival Rock in Rio en el año 1985.
photo_camera Imagen del grupo Iron Maiden durante el concierto que ofrecieron en el festival Rock in Rio en el año 1985.
Hace ahora exactamente 35 años, en la semana del 11 al 20 de enero de 1985, tuvo lugar unos de los festivales de rock más gigantescos de la década de los años 80, que superó en cuanto a poder de convocatoria a los hitos de Woodstock o Monterey y que fue un acontecimiento que cambió la historia social y cultural de Brasil, así como en gran medida la de América Latina en lo que a su evolución musical se refiere.
Ese evento se llamó Rock in Río y a la hora de reconstruir la historia del rock en los 80, es referencia obligada. Tan solo fue superado por el Live Aid de Bob Geldof, celebrado unos meses más tarde, en el verano de 1985 y al que dedicaremos, obviamente, unos Papeles del Rock llegados el momento. 
Rock in Río reunió a más de un millón y medio de asistentes a lo largo de todos los días en que se llevó a cabo, y su cartel reunió a un elenco de estrellas del rock internacional irrepetible y que tan solo un año antes, era impensable que se pudiera celebrar en Río de Janeiro. AC/DC, Queen, Yes, Rod Stewart, B’52, Nina Hagen, George Benson, Whitesnake, Ozzy Osbourne, Scorpions y Iron Maiden entre los principales grupos internacionales al lado de celebridades locales como Gilberto Gil y los Paralamas do Sucesso, un joven trío brasileño que a raíz de su actuación en Rock in Río 85 vieron como su fama y su popularidad crecieron exponencialmente en todo el país, conmocionaron el cono sur de América.
Para la celebración del festival se construyó en el barrio de Jacarepaguá la llamada “Cidade do Rock” (“Ciudad del rock”), un recinto edificado sobre una extensión de 250.000 metros cuadrados que contó con un sistema de sonido y luz extremadamente avanzado tecnológicamente para la época. De hecho, se levantó en aquellos terrenos una verdadera ciudad: más allá de los escenarios, se instaló un centro comercial con 50 tiendas y hasta dos helipuertos para recibir a los artistas invitados. El millón y medio largo de asistentes al festival consumieron 1.600.000 litros de bebidas, 900.000 hamburguesas y 500.000 porciones de pizza. De hecho, y aunque es innegable la trascendencia social del acontecimiento y su huella en la historia del rock, así como el gran cambio que supuso su éxito y con él la apertura de América Latina al circuito internacional de grandes giras y conciertos, desde el primer momento se planteó como un gran negocio: Rock in Río se concibió como una plataforma de mercadotecnia para una marca de cerveza y se utilizó para vender más de 600 productos bajo licencia, generando beneficios por encima de los 1.500 millones de dólares.
Detrás de todo este gigantesco macro-proyecto se encontraba un empresario tan audaz como controvertido: Roberto Medina, el propietario de la agencia de publicidad Artplan, que comenzó en los años 70 como comercial de marcas de whisky. Convencido de que la música y más concretamente el rock tenia un potencial comercial tremendo, en especial en un país en el que por las especialísimas circunstancias políticas en las que se vivía –la dictadura militar instaurada con el golpe contra el gobierno de Joao Gulart en 1964- la gente joven no tenía ninguna posibilidad de ver conciertos de rock en Brasil, orientó todos sus esfuerzos a situarse en una posición de liderazgo y de vanguardia en la incipiente industria musical brasileña. 
Medina jugó fuerte desde el principio: A comienzos de 1980, estuvo un año entero preparando una actuación de Frank Sinatra ante una multitud de 175.000 personas en el estadio de futbol Maracaná, en Río de Janeiro. A raíz de ese show, trabó buena relación con Sinatra y se cuenta que la voz de “Strangers in The Night” resultó años más tarde un personaje capital para poder organizar Rock in Río. 
En 1984, aunque en Brasil los militares habían vuelto a sus carteles y habían dejado el gobierno, la transición hacia un régimen democrático se antojaba lenta, difícil y con la amenaza velada de una involución si la situación no evolucionaba conforme a determinados intereses. El país acumulaba una deuda externa de las más grandes de todo el mundo y la situación de pobreza y desigualdad provocaban una inestabilidad social y económica muy graves. Nadie querría hacer negocios en aquel Brasil de mediados de los 80, y a Roberto Medina se le cerraban todas las puertas de las grandes agencias de booking y management, así como por supuesto, los grandes medios de comunicación. Entonces llamó a Frank Sinatra y le pidió que “usase de su influencia” – es conocido el hecho de Sinatra tenía estrechos vínculos con la mafia y en especial, con sus ramificaciones en el mundo del espectáculo- para lograr que los grupos firmasen con él. Se dice que Sinatra respondió: “tranquilo, chico, mis muchachos te echarán una mano” y pocos días más tarde, el inmenso cartel de uno de los más grandes festivales de rock de la historia estaba cerrado. Todo el festival se desarrolló en un ambiente de alegría, diversión y confraternización sensacionales, no se produjo ni un solo incidente reseñable y no son pocos los historiadores y sociólogos que aseguran que la historia de Brasil cambió esa semana. 
Sin embargo, y quizá con la única excepción de la tercera edición en 2001, Rock in Río en sus sucesivas ediciones no volvió a acercarse ni por asomo a la mítica primera edición de 1985. La segunda edición de 1991 se celebró en el Estadio de Maracaná en un clima de tensión y violencia radicalmente opuesto al espíritu pacífico y festivo de 1985, que provocó que no volviera a celebrarse el festival hasta 10 años después. La Ciudad del Rock volvió a su ubicación original, Jacarepaguá, por donde llegaron a pasar cada día 250.000 personas y se incorporó a su organigrama el proyecto "Por un mundo mejor", que permitió que 3.000 niños concluyeran sus estudios y se financiaron 29 proyectos sociales a través de la UNESCO con el lema "Cultivando vidas, desarmando la violencia" en todo Brasil.   
Pero a partir de ahí, el concepto y el espíritu original del Rock in Río –si alguna vez existió realmente- se desvirtuaron por completo y ya no son más que un agradable recuerdo. Roberto Medina ha convertido Rock in Río en una franquicia, una marca comercial desposeída de cualquier valor musical, que lo mismo contrata a Metallica que a Ricky Martin y que ha instalado un modelo de negocio en el mundo de los festivales de rock que puede resultar muy perjudicial a medio-largo plazo: si en la mayor parte de los festivales los ingresos provienen de la venta de entradas, el modelo Rock in Río basa todo su beneficio en el patrocinio corporativo y la publicidad. Es decir, no se trata de hacer un festival de música que atraiga a la gente a convivir durante tres días y que sea la gente la que sostenga el festival contribuyendo con su dinero; se trata de hacer una exposición de marcas publicitarias y de llamada al consumo masivo con el aliciente de actuaciones musicales. Coachella, por ejemplo, en Estados Unidos, ha copiado punto por punto el modelo de Roberto Medina. 
Nunca he estado en los “Rock in Río” que se han celebrado en Madrid o Lisboa. Sinceramente, prefiero aquel Rock in Río 85 que celebra esta semana su 35 aniversario y recordar las inmensas actuaciones que pudieron ver millones de jóvenes ilusionados por el cambio en sus vidas que aquel festival suponía.

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