2023 el año de Sorolla, un año con luz propia

Aspecto del salón principal del Museo Sorolla durante una conferencia de su biznieta Blanca Pons-Sorolla.
photo_camera Aspecto del salón principal del Museo Sorolla durante una conferencia de su biznieta Blanca Pons-Sorolla.

El día 16 de junio de 1920, y un año aproximado después de finalizar el agotador proyecto encargado por la Hispanic Society of America consistente en la realización de catorce grandes murales reflejando las regiones y los habitantes de España que ocupan setenta metros de largo por tres metros y medio de alto y en el que el artista invirtió algo más de seis años de constante agotadora actividad, Joaquín Sorolla Bastida se encontraba de nuevo en su casa de Madrid, un hermoso chalé cuyos terrenos adquirió en 1909 cuando la calle se llamaba paseo del Obelisco, rodeado de jardines que él mismo había diseñado amorosamente, situado en la parte alta de la calle luego dedicada al general Arsenio Martínez Campos próxima a la por aquel tiempo prolongación del paseo de la Castellana en el barrio de Chamberí, disfrutando de un bien merecido descanso tras su ímprobo esfuerzo para cumplir aquella tarea colosal, y compartiendo las horas con su adorada Clotilde, la mujer con la que se había casado en 1888 y que constituía el pilar fundamental de su existencia y la pieza clave de su felicidad. Aquella mañana, el genio valenciano daba las últimas pinceladas al retrato que estaba a punto de concluir dedicado a la esposa de su amigo el escritor y filósofo Ramón Pérez de Ayala, y permanecía sentado a la sombra, en uno de los rincones ajardinados de su domicilio convertido hoy en el magnífico museo que se dedica a su vida, su obra y su memoria, cuando sufrió un ictus del que no se recuperó por completo nunca más. Tenía en aquel momento, 57 años, y arrastraba problemas de salud y síntomas evidentes de agotamiento. Tras la hemiplejia, dejó de empuñar sus mágicos pinceles y su luz se fue apagando pausadamente. Falleció tres años casi justos después, el 12 de agosto de 1923, en una casa de la localidad serrana de Cercedilla propiedad de su hija María, próxima a los pinares de Balsaín que había plasmado con su mágica paleta. El próximo mes de agosto se cumplirá por tanto el Centenario de su fallecimiento.

El legado y su custodia

Blanca Pons-Sorolla, biznieta del pintor, es una mujer menuda, fuerte, y valerosa, dueña de una espléndida formación y comprometida al máximo con la figura de su ilustre antepasado. No solo ha asumido con decisión y fortaleza este compromiso desde su juventud, sino que ha construido en torno a la figura de Joaquín Sorolla una existencia personal y profesional de admirable solidez y competencia, que oscila entre la consolidación de la casa museo del paseo del general Martínez Campos -hoy en manos de una fundación que la regenta y administra- y su profundo estudio sobre la vida y la obra del genio levantino. Ha investigado con rigor y profundidad su figura, ha escrito la mejor y más documentada biografía existente del pintor, ha recopilado y ordenado todos los testimonios y huellas que puedan encontrarse en torno a él y su ámbito personal, social y profesional, y se ha involucrado en la gigantesca tarea de ordenar, catalogar y especificar toda su obra, publicando un definitivo catálogo razonado de toda ella cuyo tercer volumen está a punto de concluir y que otorgará definitivo broche a este específico y personal proyecto. Blanca Pons-Sorolla está presente y fiscaliza todas las manifestaciones que en el mundo se desarrollan con su bisabuelo como protagonista y, tras el fallecimiento de su padre -el arquitecto restaurador y experto en arte, Francisco Pons-Sorolla Arnau que rehabilitó de forma admirable la catedral de Santiago de Compostela- es la máxima autoridad mundial en el pintor, con especial protagonismo en el proceso de certificación de autenticidad de las obras a él atribuidas. Viaja constantemente para llevar a cabo este cúmulo de tareas heterogéneas e imprescindibles, pronuncia conferencias, estudia, escribe y trabaja de modo incansable para garantizar la custodia y preservación de un conjunto de obras de arte por completo incomparables que conforman la herencia de un artista extraordinario cuya trascendencia es hoy materia incuestionable en todos los foros y ámbitos culturales y artísticos a cien años de su fallecimiento.

El esfuerzo sobrehumano

Blanca Pons-Sorolla, con la que compartí aulas escolares en el colegio Estudio de Madrid y a la que considero francamente orgulloso de ello, como una gran amiga, no alberga dudas sobre los factores que se concatenaron para producir el episodio que acabó primero con la actividad profesional y más tarde con la vida del genio valenciano, y atribuye este trágico suceso al esfuerzo ímprobo que hubo de afrontar el pintor para satisfacer el encargo de la sociedad americana. La Hispanic Society of America es el resultado de una apuesta personal del millonario estadounidense Archer Milton Hungtinton, un caballero de la élite estadounidense que en 1904, y cautivado por la cultura y el carácter español que adoraba y admiraba, fundó esta sociedad con espléndido domicilio y sede en el distrito neoyorquino de Broadway. Deslumbrado por el arte de Joaquín Sorolla al que descubrió durante la magna exposición de Nueva York de 1905 que constituyó un éxito sin precedentes y consagró al artista valenciano en los Estados Unidos, en 1910 y mientras Sorolla conquistaba con sus telas los museos de Boston, Buffalo, Chicago y Saint Louis y expandía su fama por los ámbitos más prestigiosos del inmenso país, le propuso durante el encuentro que ambos mantuvieron aquel año en París, un encargo de gran dimensión al que el pintor no pudo sustraerse. La realización de catorce grandes murales que retrataran los pueblos y regiones de España para otorgar realce al salón principal de la institución por el que recibiría casi doscientos mil dólares de la época, una auténtica fortuna entonces. Sorolla comenzó a preparar esa gigantesca obra tras firmar el acuerdo un año después y ponerse en 1913, manos a la obra con dedicación absoluta. El pintor dijo prácticamente adiós a su amada familia, a su mujer Clotilde y a sus hijos, Joaquín, Elena y María, y en la primavera de 1914, tras un arduo periodo preparatorio en el que se enfrascó en un estudio de los españoles por territorios y pelajes a cuenta de fotos, enciclopedias y recortes de periódico, se puso en la carretera para visitar físicamente y pintar del natural los tipos y los territorios previamente seleccionados. El trabajo fue arduo y le obligó a viajar, volver a Madrid, marchar de nuevo, retornar y hacerse al camino una y otra vez durante aquellos siguientes cinco agotadores años. Uno de esos paneles aunque no en verdad el más vistoso, pertenece a su visión de Galicia.

La Galicia interior

La estampa gallega de la colección que pinta para la Hispanic Society comienza a bosquejarse en los primeros meses del verano de 1915 cuando Joaquín Sorolla desembarca en Vilagarcía de Arousa para pintar una escena que paradójicamente nada tiene que ver con el mar. El artista, que se hizo famoso por el modo de reflejar la luz y su reverberación en las orillas de las playas de su Levante natal, por la manera de tratar las artes de pesca de copo desde la orilla, y que inmortalizó una escena social identificada con los esfuerzos de la pesca como “Y aún dicen que el pescado es caro” ambientada en la bodega de una embarcación mediterránea, se decidió por una romería plasmada en un panel de tres metros y medio por cada lado, componiendo una estampa tradicional reflejada en la Galicia interior. Se supone que el artista llegaba procedente de Baiona donde había permanecido unos días paseando por la playa de A Concheira sin encontrar nada que lo satisficiera, y seguramente sin hallar escenario propicio en Cangas. El escenario reflejado en este obra que titula “Romería gallega”, es el pazo de Vista Alegre donde el pintor se hospedó y en el que montó un improvisado estudio en el que solía trabajar alternando sus horas de dedicación con largos paseos por la villa y sus buenas horas en el café Universal donde solía terminar las jornadas.

Sorolla pasó en Vilagarcía dos meses largos, y se volvió a primeros del mes de septiembre tras haber encajado convenientemente su escena cuajada de tipos femeninos y masculinos tomados de la gente con la que estuvo conviviendo. Hizo amistad con muchas de las familias más renombradas del veraneo local, pinto tres o cuatro cuadros más, hizo muchas fotos para documentar su escenario, y tiró de lápiz con dedicación para bosquejar apuntes muchos de los cuales se encuentran hoy en su Casa-Museo.

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