economía

Los aranceles de Trump

El presidente de los EE UU, Donald Trump en la firma comercial con Japón.
photo_camera El presidente de los EE UU, Donald Trump en la firma comercial con Japón.
Como ya es bien conocido, Donald Trump no necesita demasiada munición para entrar en combate.

Menos si se encuentra en época preelectoral y aún menos si es la Organización Mundial del Comercio (OMC) quién se la proporciona al fallar tras un largo litigio comercial en favor de Estados Unidos, al permitirle compensar los efectos de pasadas subvenciones otorgadas de manera irregular a la compañía de aviación Airbus, trasladando nuevas sanciones comerciales a Francia, Alemania, España y Reino Unido, los cuatro países que concedieron inadecuadamente los subsidios iniciales

De unos 7000 millones de euros anuales de sanción, se estima que entre 700 y 1000 millones afectarán a productos españoles, esencialmente agrícolas: aceitunas, aceite de oliva, elaborados del porcino, lácteos, quesos y vinos. En Galicia, el impacto directo afectará casi en exclusiva a las exportaciones vinateras a Estados Unidos, con efectos localizados en un sector y de importancia relativa. 

Hasta aquí, alarma nivel bajo. Y, sin embargo, existen motivos de preocupación. Para empezar, ¿porqué un trato a favor del sector aeronáutico pueden terminar pagándolo 15 años más tarde nuestros laboriosos productores de vinos con variedades albariño, godello y mencía?. En verdad, Trump es presidente en buena medida por los votos de los estados rurales norteamericanos, y al descargar sus medidas sobre el sector agrícola francés y español es consciente de la importancia de las subvenciones públicas y las condiciones en las aduanas para la viabilidad de las explotaciones agrícolas a uno y otro lado del Atlántico Norte.

Por lo tanto, no se trata sólo de eso. Los americanos disparan con aranceles sobre los productos agrícolas europeos, lanzando el mensaje de que el sector primario es importante para Estados Unidos tanto como para Europa, y ampliando el campo de batalla de una guerra comercial en ciernes. El mensaje significa -en el lenguaje de la administración Trump- que si la Unión Europea desea tratos comerciales con Estados Unidos, el sector agrícola debe estar sobre la mesa de negociación, señalando una diferencia con las negociaciones iniciadas bajo la presidencia de Obama.
Más allá, el riesgo es que las disputas arancelarias se conviertan en instrumentos de una guerra comercial entre los grandes actores económicos (Estados Unidos, China y Unión Europea), cuyas víctimas inmediatas serían los productores exportadores que verán caer sus ventas y los importadores consumidores que observarán como algunos productos se encarecen o simplemente desaparecen del mercado.

Y es que frente a las ventajas indiscutibles del comercio, y amparándose bajo la poco atractiva denominación de globalización, se ha generalizado un pulso nacionalista, enraizado desde un nacionalismo económico. La comprensible resistencia de una parte de la población frente a la globalización, cuyas ventajas asociadas siempre se perciben, provoca una defensa de las actividades y empresas nacionales frente a las extranjeras, y aún un enardecido espíritu de hegemonía. Es el espíritu del “America first” o el Brexit- que nace con un pretexto económico y se expande a otros ámbitos sociales y en otros países, e intensamente en nuestra vieja Europa.
En esta guerra no actúan solamente las grandes corporaciones internacionales y los intereses nacionales. Recordemos que la negativa de Estados Unidos a participar en el tratado comercial TTIP, el más ambicioso y en la historia del comercio mundial elaborado (afectaba al 40% de la producción total mundial y a 12 de los países más importantes), contó con el apoyo, aunque por motivos por lo general contrarios, de los grupos y organizaciones antiglobalización, que no sin fundamento otorgan mayor ponderación sobre la balanza a los aspectos medioambientales, ecológicos, sociales o éticos.
Sea desde uno u otro enfoque, bajo la superficie existe un substrato gobernado por leyes económicas. Esas leyes indican que el comercio es una actividad en la que presumiblemente se generarán ganancias. También aclara que para que exista comercio, la ganancia no puede ser exclusiva de alguna de las partes, porque los intervinientes que resulten perjudicados sencillamente se retirarán. Incluso -en su concepción moderna- se considera que aunque el balance conjunto resulte positivo para una nación o sociedad, el beneficio debe alcanzar al conjunto de la población, y así contribuir al interés general. Porque si no existe cierto equilibrio entre el reparto de costes y de beneficios, la duración del beneficio de la minoría favorecida será frágil.
Con las premisas anteriores, ya en el terreno de las realidades, acuerdos trabajados por la Unión Europea como el CETA con Canadá o el Mercosur con Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay recogen avances en la voluntad de un comercio fructífero en condiciones de beneficios compartidos, desarrollo sostenible, respeto medioambiental, cohesión social y garantías de calidad. Un balance global que al menos desde sus premisas convenza a la gran mayoría de ser positivo para todos.

Naturalmente, dentro del contexto ideal o materializado de tratados formalmente paritarios, también es ley económica que las negociaciones no son neutrales ni igualitarias, y que las ventajas competitivas en términos de productividad, costes y calidad de productos, capacidad de logística y de comercialización, y aún de habilidad negociadora contribuyen a reservar una mayor participación en las ganancias hacia la parte más competitiva, esto es, la más  despierta y preparada.

Es en los detalles donde se ganan o pierden las guerras. Cada batalla se prepara conociendo el terreno, reforzando nuestros puntos fuertes, aprovechando las debilidades del producto competidor y aun desarrollando maniobras y tácticas de oportunidad. Aquí es donde debería estar nuestro sector público, presente por lo general a la hora de defender privilegios locales, pero muy ausente o lejano cuando se trata de reforzar los verdaderos factores de éxito comercial, como la productividad y la calidad individuales, el refuerzo creador y comercial del sector, la promoción exterior, e incluso la presión política objetivamente sustentada.

No, el pulso comercial no lo ha comenzado Donald Trump, que se limita a jugar sus bazas con mayor o menor acierto. La guerra, bien se manifieste con rostro seductoramente amable o con gestos amenazantes, hace mucho tiempo que tiene lugar, está muy bien servida.

Parece que, en alguna medida, vamos a ser víctimas de la frívola política comercial de Trump. Y no siempre por la vía convencional de subida de aranceles a productos terminados, cosa que se suele olvidar. Cada vez es más importante la presencia de bienes intermedios, parte fundamental del comercio internacional hoy en día. Por lo tanto, hay efectos poco transparentes que no suelen citarse y ya se están manifestando. Además, si se producen represalias, el efecto sobre el crecimiento global será considerable en el medio plazo.
En términos más concretos, los productos del sector agroalimentario, del mar, vino y ciertos licores se van a ver ahora afectados. Muchas bodegas gallegas tienen un mercado exportador importante en USA. También la guerra que mantiene con Airbus puede acabar teniendo consecuencias indirectas.

(*) Presidente Grupo Colmeiro.
(*) Economista y miembro del 
Grupo Colmeiro.

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