las blasfemias, dios y sus audífonos

Y se sigue blasfemando el nombre de Dios; no es cosa para extrañarse a estas alturas, aunque el escándalo sea mayúsculo: el estar acostumbrados, cocidos ya es escandaloso.
No es cosa de hoy ni de ayer, pues ya de 1912, cuando lo del 'Titánic', se juraba el Nombre 912.000 veces al día -por quedarme corto, no soy Pau Gasol-. Las personas que blasfeman -a quienes Dios bendiga- lo hacen 'porque se hacen la ilusión de que su culpa no será descubierta ni aborrecida' (Salmo 35). San Pablo sigue diciendo ahora y por siempre que 'malas palabras no salgan nunca de vuestra boca', y muchos cristianos -hoy mismo, en la era del paro-, 'seguidores de San Pabro', pero más, mucho más, de las películas de la tele, son contados entre los cultivadores de jardines exóticos de toda clase de flores verbales, antiguas y nuevas, pero todas ellas conocidas ya en todo tiempo y lugar. Así que nada nuevo bajo el sol: creativos no son.

Pienso que estas gentes de cerebro de dinosaurio, con perdón, se van a encontrar con el problema del mayordomo incauto que, llegado el conde a su mansión, le abre la puerta el pobre hombre y le dice: 'Pasa, imbécil, ¿de dónde viene el idiota del señor conde con esa cara de tonto que acostumbra a poner todos los días?' El Conde lo mira sonriendo -porque Dios es alegre- y le dice: 'De comprarme un par de audífonos'.

Estos tipiños, a quienes Dios guarde, pensarán: ¡Mira tú, hasta aquí han llegado los audífonos! Yo, particularmente, dudo que Dios los necesite; pero es que si los usa, no cabe duda de que son de una tecnología y eficacia infinitas. Después no vengan con que no se les ha advertido.

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