Opinión

Tijuana

Aquel pueblo, sometido por la tiranía de los faraones, que un día consiguió levantarse pacíficamente contra la pobreza y la esclavitud, que pudo organizarse bajo la dirección de Moisés, retar al desierto y abrir en canal la carne del Mar Rojo buscando una tierra prometida, es seguramente el ejemplo de migración colectiva documentada más antigua de nuestra civilización. 
Aquellos hebreos, además de un líder conductor, tenían a su favor el derecho natural a una tierra donde vivir y crecer, a una vida mejor, a la felicidad y a la paz, al trabajo y al maná contra el hambre… y contaban con el respaldo de un dios, YHVH (Yahvé), que les hablaba cara a cara. De Egipto partieron unos seiscientos mil israelitas quienes, después de vagar por el desierto cuarenta años, ninguno entró en la tierra prometida. Sí sus descendencias.
Esa epopeya judía, con las variantes propias de cada pueblo, viene repitiéndose a lo largo de los siglos con inusitada obstinación y escaso didactismo. Nosotros tenemos a los germanos, pueblos bárbaros para los romanos, que en el siglo V salvaron el Rin buscando la tierra de promisión en la Galia. En el 409, suevos vándalos y alanos cruzaron los Pirineos para asentarse en Iberia y atrajeron a godos y visigodos, quienes marcaron nuestra identidad hispana. Más tarde ochenta mil vándalos silingos saltaron a África haciendo el camino inverso de las pateras modernas…
Y así un largo etcétera, que ha sido bueno y saludable para la especie humana, por lo que de renovación contra la endogamia representa. Por tanto hoy debiéramos congratularnos de que los fluidos de las migraciones existan y pensar en su protección antes que en convertirlas en pantanos por mor de los chauvinismos y la entelequia económica del capitalismo. Además, se nos transmite que las migraciones son fenómenos queridos por los pueblos subdesarrollados, tendentes al nomadismo. Es falso. El ser humanos solo cambia de territorio cuando este le es hostil. Todos esos africanos que emigran en pateras, víctimas de una descolonización europea criminal, no odian sus tierras sino sus regímenes esclavistas, la miseria y la asfixia vital. No se desplazan por ningún efecto llamada, les mueve la natural tendencia por alcanzar una vida mejor en el universo desigual.
El fenómeno de la gran caravana hispana, que estos días se dirige contra las fronteras nacionalistas de Tump, parece una excepción pero ya vemos que no. Y las motivaciones están calcadas del pasado. Ninguno de esos emigrantes -hombres, mujeres, niñas y niños-, lleva dentro de sí el deseo de abandonar su territorio, aunque usen la libertar de soñar con una tierra de provisión. Un paraíso en el que poder escapar de la violencia e inseguridad de sus Estados, de la desigualdad endémica que les dejamos en herencia. 
Ya están llegando al muro de Tijuana, en la frontera con San Diego. Una caravana de diez mil personas, un contingente insólito para nuestros días. No se les conoce Moisés que los lidere ni Dios que les hable, pero sabemos que el faraón les aguarda armado y que el resto del mundo se limita impávido a esperar el peor desenlace posible. A que Tijuana, hipócritamente, sea sinónimo de tragedia.   

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