Opinión

Salvemos lo rural

Cuando la pasada semana escribía con dolor, al contemplar el incendio que asolaba el Parque Natural da Serra do Xurés, no podía imaginar la catástrofe incendiaria que se estaba anunciando. Las provincias de Lugo y Ourense acogen en sus territorios las mayores extensiones de espacios protegidos de Galicia. De las cinco Reservas de la Biosfera gallegas, tres son lucenses y una ourensana, la otra coruñesa. A ellas hay que sumar territorios tan interesantes como la Ribeira Sacra, O Ribeiro, A Limia, A Veiga de Ponteliñares, el Macizo Central, O invernadeiro, Rozabales, a Serra da Enciña da Lastra, Pena Trevinca, a Serra do Xistral, a Mariña lucense, o Caurel, el territorio de Loio-Ruxidoira en tierras de Paradela… 
Al abrir la espita de la memoria, al recorrer A Coruña o seguir los movimientos del fuego bajando por el Condado hasta Vigo, se me agolpan los nombres con las imágenes de miles de rincones, ríos, pasos, humedales, fragas y bosques, soutos, carballeiras, amieirais, bidueirais, teixidos… Y en cientos de ocasiones, al pasar por ellos, tengo la sensación de caminar dialogando con las gentes antiguas, quienes sembraron los prados y montes de castros y castillos, de ermitas, de caldas y de aldeas cuyas raíces son tan profundas como el amor con el que las construyeron.
Nuestra geografía rural está detenida en un fotograma del tiempo. Los senderos ascendieron a corredoiras. Las corredoiras se hicieron caminos. Sobre los caminos se abrieron paso las carreteras y todas ellas siguen cosiendo los mismos destinos de los primeros andariegos. Pero muchísimas aldeas se han vuelto ruinas y canciones para el olvido. Los prados no sueñan cosechas y las masas forestales tiemblan ante la caída de un rayo o la visita de un pirómano.
La despoblación de nuestro rural es la principal causa de las catástrofes. Hubo una época no lejana en la que las leiras añoraban convertirse en parcelas para edificar, los señoritos de las ciudades convertimos los viejos caserones y explotaciones agroganaderas en residencias ocasionales. Algunas aldeas se desperezaron con polideportivos megalómanos sin deportistas y polígonos industriales sin industrias. Las antenas parabólicas se convirtieron en espejos de añoranza para la gente moza. Con la Anduriña de Juan Pardo se fueron casi todos para no volver ni a las vacas, presas de las cuotas lácteas, ni a rozar los montes.
A nadie se le ocurrió articular el territorio y, por no perder votos cautivos, perdieron los votantes. Cuando se vayan para siempre los pensionistas esos pueblos y aldeas, que no llegan a mil habitantes, también entrarán en la oferta de lugares rehabilitados para vender a turistas, en el mejor de los casos. Los eucaliptos serán los únicos que continúen transformando el hábitat, produciendo madera barata y desertizando el territorio. Para entonces un incendio no será un suceso, estará marcado en el calendario de las previsiones anuales.
Los del pasado fin de semana no son solo un problema político, económico y social. Son los estertores de nuestro rural. Ese de la foto, el del paisaje negro, con una anciana que llora el fin de su aldea quemada. 

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