Opinión

Palabras, mentiras y boda

Cuando en un trato tradicional un individuo estrechaba la mano de otro y empeñaba su palabra el negocio estaba cerrado. El valor de la palabra pesaba tanto como su magia en las historias que de pequeño nos habían contado a la luz de la lumbre o en las penumbras del hogar, cuando aún el audiovisual no había invadido nuestra existencia.
Eso sucedía antes de que nos vendieran la falacia de que “una imagen vale más que mil palabras”. Con ese eslogan comenzó la devaluación de la principal herramienta del ser humano, el instrumento con el que construye sus pensamientos y los manifiesta. Pero se acabó. Hemos pasado a la Edad Gestual sin percatarnos de los valores perdidos en el camino. Y nos basta con observar la vida pública y analizar las controversias de nuestros políticos, como sucedió esta semana con la comparecencia de J. M. Aznar en el Parlamento español, donde las palabras cargadas de pólvora carecieron de los contenidos semánticos capaces de conducir a la verdad de lo acontecido con la corrupción del PP aznariano.
Los políticos “investigadores” utilizaron sus palabras buscando las imágenes más impactantes de cara a la galería. Los argumentos querían ser fotografías, fijas o en movimiento, y carecían de fundamentos que pudieran convertir el interrogatorio en reflexión. Las respuestas del investigado expresidente del Gobierno -convertido en caricatura del Gran Dictador de Chaplin, a su vez una parodia de Hitler, esto es, transformado en pantomima de la pantomima-, no fueron palabras de honor. Todo lo contrario, escuchamos la dialéctica de un personaje soberbio, endiosado hasta alcanzar la gloria de lo ridículo, prepotente, amenazador… Sus palabras, por tanto, carecieron del valor sagrado de la palabra.
Es más, Aznar tuvo la osadía de mentir en sede parlamentaria sabiendo que en el ágora de las leyes las palabras no se las lleva el viento. Sin embargo a nadie le extrañó ver blandir las mentiras como una catana, pretendiendo cortar la cabeza a la verdad. La mentira es otro signo eficaz de nuestros días, que ha progresado en el sentido inverso a las palabras honestas. La mentira se ha sacralizado hasta ser rebautizada con el neologismo posverdad, una distorsión deliberada –gestual- de la realidad. 
Aznar es un maestro del nuevo concepto. Aunque lo sabíamos, lo demostró con creces en la comisión de investigación y a los espectadores nos dejó con el fiasco de comprobar que un periodo de nuestra historia reciente, cuyas consecuencias hemos sufrido durante la última década, no ha pasado de ser una astracanada. He escrito más de una vez que Aznar ha sido, y parece que seguirá siéndolo, el personaje más pernicioso para la política española contemporánea, donde se incluye su propio partido. Y con el uso y abuso de la mentira lo demostró en la última aparición pública.
Hasta tuvo la desfachatez de negar su amistad con condenados como Correa, invitados, testigos y quizás financiadores de la boda de su hija. Un evento de nuevos ricos que solo asomó las orejas en el debate, pero que a gran parte del país le gustaría saber cuánto costó al erario público, cómo se pagó y por qué de repente desapareció su yerno de la vida pública. ¿A qué están esperando? ¿A que prescriban los posibles chanchullos?

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