Opinión

El dilema de Feijóo

Si Alberto Núñez tuviera pesadillas, con toda seguridad se desarrollarían en Vigo. Por alguna razón desconocida, esta ciudad ha sido su némesis  durante los cinco años largos de su mandato.  Y es que a pesar de sus continuas victorias electorales en Vigo, lo que niega cualquier desencuentro con sus ciudadanos, siempre hay algo que le tuerce el gesto: ya sea el mayor y más moderno hospital de Galicia, el transporte metropolitano o  la ciudad de la justicia, lo que en cualquier otra ciudad sería  motivo de satisfacción, en Vigo es motivo de confrontación. Podemos acudir al manido tópico de “Vigo, sitio distinto” que decía Reixa; de nuestra arquetípica y arquetópica conflictividad; de la muy especial forma de entender el dialogo institucional del actual alcalde y su amor por la confrontación permanente con la Xunta; y así hasta un largo etcétera. Y probablemente todos los argumentos sean ciertos en mayor o menor medida.  Pero falta uno, del que es responsable el propio Feijóo, y que le ha conducido a enrocarse él solo en un laberinto en el que nunca debería haber entrado: su extraña afición por escuchar a quienes le aconsejan desde el desconocimiento, y lo que es peor, desde posiciones muy interesadas. Que son los mismos que pregonan “urbi et orbe” su carácter de consejeros áulicos del Presidente y la gran influencia que ejercen sobre él. Lo que, conociendo a Feijóo, además de inexacto, es una gran gilipollez, si me perdonan la expresión. Los mismos que intentan aprovechar la futura reforma de Rajoy para apostar por unos caballos que hasta hace un mes ni siquiera correrían en una pachanga de mulas. Es lo que tiene esta ciudad: cualquiera se cree capaz de ser alcalde, y lo que es peor, cualquiera se cree capaz de decidir quién será el alcalde, al margen del veredicto de las urnas. 
Pero creo sinceramente que están condenados al fracaso por más que intenten alentar el dilema de Feijóo: respetar la democracia interna de su partido y apoyar al candidato del PP vigués, quien –por cierto -le ha desbloqueado con el pacto de los presupuestos los principales quebraderos de cabeza que tenía en Vigo, o promover un paracaidista “manu militari” del agrado de sus asesores áulicos.  Como analista independiente, creo que Núñez Feijóo no caerá en la trampa, y respaldará lo que su partido decida en Vigo.  Y ello, por varias razones. La primera es que un candidato impulsado por vigueses “influyentes”, en el caso de llegar a la alcaldía de la primera ciudad de Galicia,  ¿a quién sería leal en caso de conflicto de intereses? ¿A un presidente con un pie en el estribo, o a sus promotores locales? La segunda es que la imagen de un presidente que se pasa por la quilla la decisión democrática de la mayor agrupación de su partido en Galicia, no sería la mejor tarjeta de presentación para despegar hacia vuelos de mayor envergadura. Ni la imagen del PP sería precisamente la de un partido con democracia interna. Lo que acotaría sobremanera su discurso y sus ataques a otras formaciones por esa misma razón.  Algo similar a lo que le está pasando a Ruiz Gallardón, cuya apuesta por contentar al Tea Party sociológico ha disminuido drásticamente su valoración ciudadana como hipotético candidato post Rajoy. 
Pero la última, y quizás más importante, es que una decisión de esa naturaleza, vincularía indisolublemente su futuro, el de Núñez Feijóo, al resultado electoral en Vigo. Donde el PP hace ocho años que no gobierna y se avecina una batalla para la que no sirve cualquiera, y mucho menos un paracaidista cunero. Porque lo que se dice mirlos blancos, solo tuvieron uno que se llamaba Perez, y ellos mismos le descerrajaron un perdigonazo político. O dicho en otros términos: si Feijóo impone un candidato, aconsejado por cantos de sirena de ciertas élites tan conspirativas como minoritarias, y este candidato no consigue la alcaldía, la derrota será exclusiva, personal e intransferible de Núñez Feijóo.  Y en el mercado de la política, la derrota siempre cotiza a la baja. Por eso estoy convencido de que el candidato será Chema Figueroa.  Y es que Alberto Núñez ya tuvo tiempo de sacar conclusiones del experimento de Ourense, y de lo que ocurre cuando se deja tirado a su propio ejército después de mandarlo al campo de batalla.

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