Opinión

La indolencia de lo ajeno

Google lo tiene claro. Si tecleo “el ser humano” en el buscador, la primera opción de autocompletado –con más de trece millones de resultados- es que “es un animal”. Y ciertamente, desde el respeto que se merecen los animales -y en general los seres humanos- otros muchos suelen ser unas malas bestias. 
Estos últimos, por su voracidad y por desgracia, compiten por posiciones por encima de los demás y ocupan a menudo espacios de poder en la sociedad, desde donde –prescindiendo de la moralidad- no hallan más límite para la obtención de sus deseos y ambiciones que la oposición que puedan encontrar, muchas veces tenue o inexistente, o simplemente no respaldada por los poderes públicos. En este contexto, ni se afectan ni se conmueven y germina la insensibilidad y la indolencia por lo ajeno. Es tragedia y filosofía pura: “Lobo es el hombre pare el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”.
Sin empatía, así nos va. Y así se explican los temas de más rabiosa actualidad pero cíclicos en la Historia, desde el ébola hasta las tarjetas negras, dos fenómenos que coinciden en su efecto contagioso, aunque la propagación del virus sea más compleja que la de la codicia humana. El uso de la tarjeta cuyos cargos eran etéreos para sus beneficiarios corrió como la pólvora. Al fin y al cabo, ¿de quién era el dinero? Quince millones y medio de dinero ajeno. El propio –sueldo, dietas, aportaciones…- a “empetar”, a engordar la cuenta. Ochenta y tres consejeros y directivos, de todos los colores que quisieron probar todos los sabores que el plástico mágico les proporcionaba sin contrapartida alguna. El hecho de que sólo cuatro tenedores de tal prodigio no hubiesen hecho uso del mismo, da para un estudio sociológico de la naturaleza humana, con resultados porcentualmente aplastantes y decepcionantes.
En este mismo sentido, con el ébola estaríamos perdidos si no hubiera viajado a Occidente poniendo en ridículo a potencias de primer orden y a España, y puesto en peligro vidas humanas a las que se da mayor valor que a las africanas. En este caso, el dolor era extraño y lejano, caldo de cultivo para el engorde y proliferación del virus. Ahora la preocupación es de primer orden porque vamos percibiendo que las consecuencias de un mal ajeno pueden provocar un dolor propio incontrolable. 
Dicen que se aprende de la experiencia, pero aunque no sea cierto en cualquier caso, y confiando en la capacidad de los Estados para controlar las infecciones víricas y la carencia de ética, esperemos que sirva también para ayudar a los más de ochocientos millones de personas en el mundo que no tienen qué comer. Mientras tanto, yo quisiera ser tan civilizado como los animales.

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