Opinión

Ni olvido ni perdón

La corrupción, la maldita corrupción, esa que los partidos políticos, con el PP de abanderado, pretenden que olvidemos, sigue ahí, no es cosa del pasado.
Mientras asistimos estupefactos a las declaraciones de Bárcenas en la Audiencia Nacional, exculpando a la dirección de su partido, inventándose nuevos verbos para justificar el saqueo de las arcas públicas, y satisfecho de "haber podido demostrar el origen" de su fortuna en Suiza; mientras su mujer, como antes Ana Mato o la infanta Cristina, asegura que tenían una vida familiar tan rica que no necesitaban hablar de dinero, la percepción internacional es que somos un país corrupto.
El organismo Trasparencia Internacional publicó ayer los datos de su informe sobre la percepción de la corrupción. Volvemos a obtener el segundo peor resultado histórico. Somos de los países más corruptos de la Unión Europea. Nuestra vergonzosa posición nos sitúa entre Costa Rica y Georgia. Es decir, estamos más cerca de Somalia y Sudán del Sur, los países más corruptos de la tierra, que de Dinamarca o Nueva Zelanda, los ejemplares.
Mientras, los miembros de la familia Pujol siguen, según la fiscalía, presuntamente blanqueando dinero y disfrutando de sus bienes. El último en declarar fue el pequeño, Oleguer, quien volvió a sacar a pasear la supuesta herencia del abuelo como origen de su ingente patrimonio. No se le dio crédito, pero se fue a su casa sin que el juez dictara medidas cautelares; el mismo juez, José de la Mata, que ha denegado la autorización a la policía judicial para realizar un nuevo registro en los domicilios familiares buscando pruebas de sus operaciones en África.
El expolio de los bienes públicos no es privativo de Madrid o Barcelona. No es que Madrid "robe a los catalanes" o viceversa. Aquí los que de verdad roban y a manos llenas son los dirigentes políticos con capacidad de otorgar obra pública. Es una lacra trasversal, asociada a países con escaso control, con instituciones sin prestigio, con una justicia en precario, lenta muy dependiente del poder, y una ciudadanía tolerante.
Afecta pues a todos los estamentos sociales y cada uno debe hacerse mirar la parte de responsabilidad que le toca en esta vergüenza colectiva. Una vergüenza que no solo desprestigia la imagen de un país, afecta negativamente a su comercio exterior y le hace irrelevante en las instituciones internacionales, sino que daña la esencia de la democracia. Esa que tantos años costó recuperar.
En tiempos de incertidumbre, con la extrema derecha asomando la patita en Europa y plenamente instalada en EEUU, solo unas instituciones fuertes, con capacidad fiscalizadora del poder, pueden evitar un retroceso social que nos lleve al mundo de los años treinta del siglo pasado.

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