Opinión

La calle y la televisión

Titulamos la calle, pero bien podríamos hablar de plaza, avenida, o cualquier otro lugar público y exterior que nos guía de un lado a otro en la ciudad, o nos mantiene fijos en el aire libre del espacio terrenal que compartimos con el vecino o turista. Este espacio de todos llamado calle, o lo demás, donde perdemos el derecho a comportarnos como nos sale de las narices cuando estas ganas no respetan al prójimo (por desgracia resulta a veces tendencia masiva que llega a convertirse en moda y en ese caso al que se opone: ¡caña al moro, llamémosle fascista o represor!), debe guardarse con celo para una mayor y mejor convivencia pública. Ya que no nos fiamos de nosotros mismos tenemos veladores o vigilantes para ello, aunque poco pueden hacer si no saben a qué norma atenerse en el cuidado del velar, cual es el caso respecto a una nueva forma actual que no respeta ningún tipo de silencio visual cuando callejeo; y no es mera asociación sino auténtica percepción mi sentir sinestésico sin necesidad de mescalina ni LSD, sobre todo cuando me desplazo por la ciudad en algunos momentos determinados, porque la televisión invadió desde los interiores de los bares y cafés el espacio exterior. Y es que cuando se junta fútbol con terrazas de veladores, aquí sí ya los veladores son cosas no personas, las televisiones echan humo, televisiones siempre encendidas, siempre de cara al peatón, siempre contaminando la vista, quiera o no el andante. La cosa no pasaría de anécdota si no fuera porque la excepción dejó paso a lo habitual, y de un rato al rato total. Total que, ¡hay que ver el ‘mundo feliz’ de hoy! que ya pronosticaba el autor, donde si no quieres ser bicho raro ya puedes mostrar atención a esas cajas que en su día se llamaron tontas pero cada día son más listas, tal como lo demuestran sus mayores funcionalidades con mando a distancia, y gritar ¡goool!; que conste que más bien los listos o listas son aquellos que desde dentro las manejan, o nos manejan, y se forran a cuenta de darnos ocio y menos ganas de pensar por nosotros mismos: ¡vaya!, a consumir y consumir sus contenidos.
Pero por fin hay reacción y parece que los veladores, vigilantes o cuidadores oficiales de nuestra ciudad, han parido una ordenanza que regule definitivamente  a estos invasivos ‘veladores’ o terrazas de establecimientos donde se consume, junto a café y copa, televisión a tutiplé, antes tute por parejas. Aparte de establecer un criterio donde no se robe espacio público a los viandantes (simplemente porque al de turno le sale del rabo poner mesas y sillas donde vender su producto pagando lo mínimo al erario público), un criterio, por cierto, que por lo avanzado en estos días por la prensa se me antoja sensato y justo, ¡por fin! se prohíbe el uso del aparato televisivo en la vía pública. Era hora. Y es que no se trata de inventarse ningún parecido eslogan al setentero ‘no hay parto sin dolor ni hortera sin transistor’, que nos defendía de los watios invasores de canciones que para sí las tengan los oyentes horteras de entonces, para defenderse ahora moralmente de la televisión mal utilizada, sino de poder caminar viendo al personal no alienado mirando hacia arriba a una pantalla como si fuera ‘soma’ que toma Lenina en la novela de Huxley; más aún, se trata de que al menos no nos fuercen a otros a sentir que dejamos nuestra reserva. Por tanto, así como se interviene todo impacto acústico también resulta necesario intervenir el impacto visual, de feísmo, entre otras cosas, porque ¡no hay parto sin dolor ni establecimiento hortera sin televisión hacia afuera!

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