Opinión

Vuelve la guerra fría

Aquellos que vamos teniendo una edad -piadoso eufemismo que pretende disculpar el hecho cierto de que somos viejos- recordamos con más cariño que inquietud el tiempo de la Guerra Fría. Fue aquella una época especialmente peligrosa para el género humano, pero estaba tan teñida de aromas románticos que inspiraba más amores que odios. La Guerra Fría resultó un referente de extraordinario valor para avivar la inspiración de los autores de novelas de acción, suministró materia de primera magnitud para el celuloide y constituyó en definitiva un escenario incomparable para abrir puertas a la imaginación, a la intriga, a la ilusión y a la aventura. Todos queríamos ser espías, aunque fuentes recurrentes no paraban de advertirnos que lo de ser espía podía constituir el oficio más aburrido y burocrático del mundo. 
Los jóvenes de entonces nos volcamos en la lectura de Le Carre o Graham Green, ambos escritores, ambos británicos, ambos honorables colegiales y ambos espías profesionales, aunque uno se tapara bajo la apariencia de un probo funcionario de embajada y el otro lo hiciera acudiendo a la manida tapadera de corresponsal de periódico. En un tiempo escrito en blanco y negro que ofrecía al lector una interminable y sugestiva galería de tipos desengañados, habitualmente infelices y con la fatiga empañando sus ojos, cegados por la épica de los perdedores apenas teníamos en cuenta de que aquel trajín de confidencias, correos clandestinos y secretos de alcoba alentaban en verdad situaciones de una delicadeza suma para el equilibrio del mundo. La III Guerra Mundial no nos estalló en las narices de verdadero milagro, pero los más comprometidos con la poesía en prosa escrita a ambos lados del Telón de acero pensábamos más y con más cariño en George Smaley que en los auténticos sujetos que estaban jugando al tenis con el botón de los misiles atómicos de largo alcance como pelota. Si además todos aquellos espías británicos tenían el rostro de Alec Guinnes, Michael Caine o Richard Burton, el gancho estaba doblemente garantizado.
Lo que pocos esperábamos a estas alturas de siglo, con un panorama político radicalmente distinto a aquel que sirvió de incomparable teatro para tan angustiosos pasajes es que la Guerra Fría volviera a reactivarse como si fuera una de esas atractivas señas estéticas que distinguieron la década de los sesenta y que eran tan atractivas e irresistibles que se van renovando cada tantos años. La minifalda, los Beatles, el “free cinema”, el logo del metro de Londres o los petardos de marihuana. Pero ahí está, brotando de las cenizas del muro y del recuerdo de los dos bloques, otra nueva contienda entre rusos, ingleses y americanos. On the road again.
 

Te puede interesar