Opinión

El lenguaje parlamentario

El lenguaje parlamentario no ha sido precisamente un ejemplo de cultura dialéctica desde que existen las Cortes y nos regimos por un modelo de convivencia depositado en el pueblo y regulado por las Cámaras. Aplicando un cierto optimismo histórico, cabría situar el inicio de este sistema de gobernarnos en un ámbito democrático en las Cortes de Cádiz de 1812, pero la triste realidad es que aquella Constitución que alumbraron los animosos doceañistas decimonónicos, estuvo en vigor apenas tres años.
Sea como fuere, y teniendo en cuenta la influencia inapelable de los genes que alumbran y determinan nuestro carácter, el diálogo parlamentario siempre ha sido bronco, hemos estado siempre justos de respeto y no podemos ponernos como ejemplo de nada y menos aún de la justeza y equilibrio de la manera en que nuestros políticos tienen a bien expresarse.
Por desgracia, el estilo del debate se ha ido oscureciendo con el paso de los años. He leído algunos retazos de los diarios de sesiones de antaño y, justo es reconocer que los hay muy broncos, pero en ellos nunca faltaron humor y esgrima semántica de la que carecen ahora la mayor parte de las intervenciones. Finura, ironía,  sarcasmo, socarronería y elegante mala leche rezumaban aquellas terribles discusiones de banco a banco en el Hemiciclo isabelino, en el de la Gloriosa, en los durísimos alegatos de la breve I República, en las bancadas de la Restauración y la Regencia, en las Cortes alfonsinas e incluso una II República preludio de la más espantosa y desoladora tragedia. Hasta que el asunto ha ido cayendo en picado.
Es cierto que el mundo ha experimentado un cambio radical en apenas veinte años de milenio nuevo, pero es cierto también que en las Cortes, la función de la palabra se ha degradado y su erosión comienza a ser insoportable. Será que no estoy hecho para escuchar impávido la zafiedad de Rufián o el lenguaje agreste e incendiario de Tardá capaz de proclamarse desobediente a la ley en el templo donde supuestamente esa ley se elabora. Quizá olvidando la ira y leyendo a los clásicos, aprendiendo de los sabios, otorgando trascendencia al pensamiento. Respetándonos, por ejemplo,  pudiéramos arreglar algo.
 

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