Opinión

El joven Nicolás

El pequeño Nicolás en un joven de corte atildado y modales suaves que se cuela en todas partes gracias a esa actitudes delicadas y sencillas a las que este curioso espécimen de megalómano modesto y probablemente inocuo apela para aparecer al lado de los famosos y adoptar un determinado estatus social que por alcurnia y poderío económico no le pertenece. Dicen los periódicos, que Nicolás Gómez Iglesias lleva mucho tiempo aparentando lo que no es, presumiendo de cursar sus estudios en uno de los centros más caros y elitistas de Europa y conduciendo coches de alta gama cuando la dura realidad es que es un chico del barrio de la Prosperidad, hijo de un repartidor y de la auxiliar de una gestoría.
La jueza a la que le ha tocado instruir el procedimiento abierto contra él por estafa, falsedad y desempeño de una identidad que no le corresponde, se pregunta con toda la razón del mundo cómo un crío de veinte años utilizando como única herramienta para alcanzar esos fines su encanto personal y su labia, ha sido capaz de introducirse en todos los ámbitos que ha querido sin que nadie le preguntara qué hacía allí. De hecho, toda España le ha descubierto en la ceremonia protocolaria del Día de las Fuerzas Armadas, saludando al Rey y a la Reina durante la recepción en Palacio, el último de los actos que ha protagonizado y que le han servido de tarjeta de visita para darse a conocer al gran público. Ahora, el que más y el que menos desenfunda filmaciones o revisa material fotográfico para comprobar que el pequeño Nicolás aparece en multitud de actos, presentaciones y festejos dándole la mano a lo más granado de la Villa y Corte. A don Felipe y doña Leticia hay que añadir un rosario de personajes conocidos con los que ha compartido instantáneas.
El entresijo último de esta historia tiene su lado golfo y su lado tierno, y uno no sabe quién se impone a quién. Es una historia muchas veces escrita y otras tantas veces representada del niño pobre que quiere ser rico, del personaje modesto que sueña con ser famoso, del eterno don nadie que se ampara tras un decorado de cartón piedra para sentirse importante. Un drama eterno y recurrente que no inspira indignación sino lástima.

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